Como un mendigo te
busco entre papeles abandonados. La calle parece un desierto a esta hora:
mediodía. Por entre los pasos soy uno más. Las caras de ellos están puestas
para encontrarte… el miedo atenaza mis sentidos. No hay vacilación en mis manos
para hacer aspavientos por la cordura que me acompaña en esta casi mañana de
frío entre los huesos. No está ella, se ha ido con ël, su hijo, por las
plantaciones de plátanos en las afueras de la ciudad. Estuve encerrado con ella
nueve días, en el tercer día se hizo presente ël, no dijo palabra. Se metió a
la cama y vio cómo lo hacíamos ella y yo al son de una música estridente como
sus labios cuando te menciona. Más acá de la palabra había un sembradío de
serpientes, en cada una de ella el veneno supuraba, pero se negaban a morder,
como si ël las amenazara con su risa fúlgida. Entonces pasaron los seis días
restantes. Ella se entronizó en mis sentidos, la fatiga, propia de nosotros, se hizo presente en ella,
entonces la tomé de la mano y quise hacerla propia de ti. Se rehusó, no quiso
hacerlo. Se negó a ver tu cara triste, dijo que no estaba para lamentos, sólo
quería “eso” de los dos. La tentación de volver a ella me cogió entre sus brazos.
Como siempre se fue al otro lado de la cama mientras seguía su risa en medio de
la plenitud de mis brazos abiertos. Su cara se parecía, entre ratos, a la de
ël, luego a la de ti. Así, en medio de tanta… de nueve días me di por vencido…
ella, Lilibeth cantaba su canción de deseo eterno entre las venas. Un tren se
hizo presente por entre los médanos de esta tierra partida. El tren pasó de
largo, y volví a escuchar el ruido de seda entre sus piernas en mis oídos de
cinco años. Hoy te busco y no apareces, el miedo me deshace las entrañas, no
hay síntomas de deseo entre mi cuerpo, ella se lo quedó. Como una vampira se
alimenta de deseo y lo guarda por los otros mil años que le faltan por recorrer,
así te alimentas tú en la hora precaria. La calle está poblada de fantasmas,
vengo desde allá, desde las plantaciones de plátanos en que ella permanece
junto a ël. Los rostros de ellas son los de Lilibeth, lo de ellos son la cara
de ël, no hay destino en esta habitación de escaños: pasos sin rumbo al
mediodía de un frío invernal que sopla desde el norte en esta ciudad sin
nombre. No hay arena en el desierto, el viento sopla; no hay médanos a la
orilla del temporal, no hay polvo que se meta en los oídos, no hay huellas por
entre la arena calcinada de este desierto de mediodía. Sólo el miedo atenazando
por la ausencia del deseo calcina mis entrañas. Mis manos tiemblan… rokcola del
tiempo que se hizo a un lado para cederle el paso a ella entre estos meandros
de luz que se deshacen, como vuelo de palomas a esta misma hora en la “Plaza de
la contestación”. Si llego a la orilla de esa zona, me iré de nuevo entre los
papeles abandonados en busca de ella que espera un horizonte de cuerpos para
chupar de ahí el deseo que la destempla, como la orilla de este río-ciudad, de
esta marea finita, de esta tierra partida en dos, de este erial de bacterias,
de este mudo pensar, de este lánguido sueño de tarde en brazos de ella, y no
sabe dar sino recibir para plantarse una vez más entre papeles abandonados…
Este miedo es superior al resoplido de los cuchillos en mi pecho, este miedo es
superior al que sentí junto a su sexo enardecido, este miedo es superior al
siguiente paso que daré en pos de ti. No hay en la calle sillas para sentarse,
están pobladas de fantasmas, compañeros de ella. No hay césped para recostar el
pecho. El suelo es igual al de los platanares: cundidos de serpientes entre las
hojas secas… suelo raso que se muere sin un concreto… haga en olas hacia la
gente caminando aprisa. A los lados estás tú, te he descubierto. Apresuro mis
pasos. La bocacalle está lejana, tan lejana como veinte pasos, casi llego, pero
se alentan mis pisadas, y mi ahogo me llega hasta el cuello…
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