¡Por fin en blanco!
Primero fui por la planicie, escuché cantos de su talle liso; en su esfera subí
como un encordado, después amainó en mí, la idea de sortear por otros caminos
menos esplendorosos… duele verla en blanco, duele tanta vastedad, después
cuerpo sobre cuerpo: Y se volverán una sola carne. ¿Acaso harías daño a tu
propia carne? Y nadie responde más que cuando se cuecen las habas por dentro.
En el alma de la página hay duendes que caminan con banderas alzadas, cuellos
silentes y vergas pintadas de negro, hastiadas de estar tensas; si te la quedas
viendo fijo, enderezas la vela hacia el poniente, el cerebro reproduce sus
propias imágenes, entonces los rostros aparecen con ojos salientes como la
piedra por donde se lanzan al vacío las vírgenes de todas las épocas… mil un
ojos atisban desde las esquinas, mil y un cuerdas de suicida esperan a que
amaine el día; de noche, como salido del cuento de la página, se levantan entre
medio sueño… soñar con los apagones lisos desde afuera, como el espejo que se
mira por detrás y está opaco, distinto a un cuadro pintado sobre esa página con
dedos y saliva; más allá de los rostros que saltan desde esta blancura en blanco,
hay muelles que se desatan para esperar a la amada en el silencio… entre cada
línea, hay un espacio pintado de soles saliendo del estertor, como si fuera una
inocente subida al cadalso a la hora de pagar las culpas ¡Nadie es inocente! A
la hora de morir, saltan al tablado todas la culpas del insomne, saltan hasta al
madero que cala la espalda todos los duelos de culpas impagadas, toda carencia
de tiempo en esta hora de relojes detenidos, los pasos acompasados, de laderas
suaves como el vientre de la página que camina, como caminan los cursores en la
soledad del espacio que domina. Y avanza; nunca retrocede si no es para alzar
la guía entre suertes de candados, abiertos en la Mala hora de caminos que se
abandonan a su suerte… por el camino que se abre; por la hendidura de lastres
dejados por los dedos, hay quemaduras de silencio en cuellos alzados desde
abajo; más acá, en donde aún no abren grietas a la blancura de sus piernas…
levantadas desde lo blanco de su carne, se alzan cuellos abandonados a su
suerte, cuellos largos de caballos largos como la encina que está al lado de la
ladera donde se cuelan los payasos de la calle. Y la letra va, la letra abre
bretaduras entre la carne en blanco, es como escribir sobre cauces de ríos
abandonados a su suerte, pues la memoria del agua, dejó indemnes todos la
acequias, pasmadas del estío; cuando vuelvan las aguas volverán a cercarse
entre carnes abiertas, las letras del miedo a… vuelve como el remedio de todos
los males, vuelve como si al hacerlo, se pagaran todas las culpas, un instante
atrás, antes de la caída de la mancha en la página, levantada a cualquier hora
en luces de estoraque, por entre esas lastimaduras se alzan los cuerpos, se
levantan de su sudario, los amantes bebidos de saciedad hasta dentro de tres
horas… los amantes de esta página, solo descansan tres horas, antes de alzarse
de nuevo entre carnes abiertas como el libro de la tarde; no se cansan los
amantes, se sacian como el rocío sacia a lo blanco de la blanquedad que se
resiste y cae a golpe de dedo en mansalva de suertes tiradas a la calle… al
arroyo de la calle abandonada como esta página salida de la nada, como si una
suerte de espías solitarias se perdieran en este erial que recorres con los
ojos, por líneas que no terminan en el horizonte… cuando se derrama en un
sentido de veloces y raudos cometas con cola de serpiente, el hilo bestial de
caminos incesantes… la línea avanza, las letras van cayendo una a una y las
tablas, madero de cualquier panadería,
vuelve al trozo de letras leídas en la misa de gallo que cantó el temple de
cura, sacerdote señalado para endiosar al santuario de lastres deshechos en la
ventisca de este invierno salido desde el polo sur, para engrandecer a lo
blanco de la suerte: la suerte del mago, la suerte del jugador, la suerte del
pescador de hombres en la hora de enamoramiento de dioses venidos a esta
tierra, desde donde nunca debieron salir jamás… toda ilusión es pasajera, dice
el inocente a la hora del cadalso, solo hay mil y una páginas en blanco a la
espera de teteras lanzando chorros de vapor a los fríos del invierno…
Paraíso.
Paraíso Tabasco, México. Playa, pantanos, comida, diversión, pezca...
miércoles, 26 de diciembre de 2012
lunes, 24 de diciembre de 2012
El muñeco de nieve
El Vocerío de la ciudad murmuraba
el 24 de diciembre… la fiesta anunciada y esperada. El Centro de la Ciudad sin
rumbo, el frío y el viento en todos lados; abrigos repegados al cuerpo.
En una banca solitaria un hombre
pensativo miraba el transcurrir de la gente, que iba y venía con los paquetes;
una señora parecía árbol con la caja de moños rojos a sus pies, mientras
gritaba algo a un niño de nueve años. El viento ululaba; el ruido me llamó la
atención y miré distraído los cables de alta tensión que rumiaban el paso del
viento. ¡Uf! me dá igual!.
El aburrimiento hizo trizas mis
ganas de mirar.
Recalé en mi cuarto a las seis
adivinadas por el reloj en el que no paraba de brincar el segundero, el sol a
tientas por entre las cerradas y negras nubes; lo imaginé jugando con el
segundero de mi reloj.
Otro hombre caminaba por el medio
del arriate entre el zumbido del viento, las sombras no lo libraban del frío y
del violento aire haciendo remolinos por entre el pequeño bosque de laureles, y
las hojas amenazando ruido para no caer. Se medio tapaba la cara con la solapa
izquierda de la gabardina, la manga dejaba entrever lo enjuto de sus carnes, el
hueso del codo se adivinaba por entre la tela. El viento inmisericorde golpeaba
al hombre que se apuraba en taparse la cara y medio mirar para no caer o chocar
con algún árbol por entre la arboleda.
En mi cuarto traté de encender una vela, el
pabilo caprichoso y arrugado no se dejaba atrapar por la llama humeante del
cerillo, por fin agarró fuego e inundó la estancia, pareció que la luz frágil
aminoró el sonido del viento entrando por entre las rendijas del techo que
también zumbaba, como trayendo estertores de algún lado. Sin más que hacer me
acodé en el quicio de mi ventana con la cara entre las dos palmas de mis manos.
El hombre seguía caminando; había salido a un pequeño parque, en eso voltee y
la vela dejó caer una gota. El cuerpo del hombre amenazaba ser arrebatado por
el viento. La gabardina semejaba alas al viento intentando vencer la gravedad
del enjuto cuerpo. Ahora, con la mano izquierda agarraba con fuerza su sombrero
y con la mano derecha se sostenía la solapa tratando de buscar asilo en la
comisura de su cuello huyendo del frío. El viento sonaba en el techo de mi
cuarto cada vez más fuerte y lúgubre. El hombre se detuvo y las nubes negras se
arremolinaron frente a su cara, pensé que se iba a dejar atrapar por la
oscuridad de las nubes. La noche a punto de caer. El frío me hizo voltear a la
vela en el preciso instante en que dejaba caer la segunda gota, igual que la primera, quedó adherida a la
mitad del tallo perlaceo. Afuera empezaron a caer gruesos copos de nieve, los
niños de la ciudad empezaron a jugar con las armas hechas de bolas de nieve,
retozaban y miraban, ocultos tiraban copos a los transeúntes. En mi cuarto la
luz de la vela se tornó pálida ante el azoro de la inminente caída de la
oscuridad de la noche; la tercera gota quedó congelada a la mitad del camino.
Afuera el hombre avanzaba con lentitud por la nieve que inundaba sus piernas.
Mi angustia hizo acelerar el tiempo. La cuarta gota llegó apenas a la mitad de
la vela, ahora la nieve le llegaba a la cintura. Los niños alelados aventaban
copos a todos lados y reían con fuerza. Fue un instante, en lo que voltee para
mirar los túmulos blancos; en lo que me cubría del frío de afuera que acudió a
mi cuarto y las tejas golpeaban con fuerza; en lo que el cristal de la ventana
se empañó y lo limpié aprisa, el hombre estaba congelado a la mitad del campo
congelado. Logré reconocerlo por el
sombrero que volaba al viento. En ese momento la flama de la vela se detuvo...
otras gotas más... afuera los niños juegan con un muñeco de nieve y el sombrero
vuela lejos a ratos deteniéndose.
jueves, 13 de diciembre de 2012
Tatuajes
Caminaba por la ancha
calzada, su figura se confundía con la arboleda del centro de la calle; en su
bolso de mano, las tintas y el lío para soportar el dolor en una suerte de
humos plagados de volutas, como si el aire fuera a ser el último destino; él la
esperaba con las agujas puestas, mientras se liaba su propia fardo de
cigarrillos para estar a tono con ella que pronto llegaría. Se hizo a un lado
cuando pasó un hombre corriendo, no pudo soportar la mirada y su punto fijo en
el mismo lugar: ambos voltearon, un instante al mismo lugar sin que se dieran cuenta…
cada uno a lo suyo; estaba urgida, de esa urgencia que no distingue a la
persona sino solo desea para ser entrada para dar las buenas noches así como si
nada; caminaba aprisa mientras sentía desde su entrepierna bajar la humedad
similar que la acosaba todos los días; su cuerpo: invitación al deseo, como si
todos supieran que era eso lo que ella buscaba, como si todos supieran: no
había en su camino, sino despertar de letargos desde la mañana, sino
desesperación por lo mismo a esta hora, sino miramientos a ver quién se
arriesga. Metió la mano a su bolso, pero no encontró la soledad precisa para
pensarlo, ahora estaba urgida pero, acostumbrada a estos menesteres, por decir,
bajo control para encontrar un buen alojo a su cuerpo pasado por suertes de
lastres en ocasiones insalvables, ya llevaba varios moldes en la piel,
dibujados en parte, por estar a como estaba ahora… era dejar ir al deseo por
entre los meandros del sentir a la aguja por su piel abriendo surcos para
depositar la semilla del color y así estar a tono cono los brazos que se abrían
después de hacerlo, dejarse consentir con el deseo aplanado por el… pues
haciéndolo así, de esta misma manera, es como encontraba alivio para tanta
humedad ahogada en sus destierros para ver al hombre, convertido en galeno para
esos dolores de fantasmas… camina, pero su prisa no descuida su paso ondulante
por esta soledad tan sola que necesita ser abastecida: elefante que cuida las
formas aunque su sed atenace su garganta. Ve la entrada de la casa a lo lejos,
siente cómo a su paso se desvían todas las miradas, ninguna se abstrae, todas a
una, hombres y mujeres tienen qué ver con ella y su paso, entre zapatillas que
dan a su torno el paso que guía a su piel hasta el lugar. Llegando se
desnudará, sentirá cómo la aguja le hiende la piel, lo hará después de fumarse
dos cigarrillos; una vez embotados los sentidos reirá y reirá viendo como el
pulso del hombre comulga con los colores, las formas y la forma de abrazar su
piel con los dedos, para encabritar al demonio vuelto olor desde sus ingles… le
ha dicho por teléfono que lo quiere en ese mismo lugar; el chorro de luz debe
aluzar a su simiente como si fuera el sol, saliendo de su ocaso. Él abrirá el
pliegue, azotará con el zumbido de la máquina y escupirá color en ese lugar,
señalado por más de una razón, pues de seguro habrá tiempos venidos desde…
Está a punto de abrir
la puerta; antes de pulsar la cerradura, lo ve; no azuzará al hombre
providente, antes debe pasar el tiento del dolor de las espinas: aguja por toda
su piel, la que va desde su ombligo hasta la pared de enfrente. Siente, antes
de entrar como las agujas la envuelven, cómo los chorros de… se confunden con
la sangre que brota del surco, como si se intercambiaran sangre por color; será
una hazaña más, será ocasión para soportar, bien lo vale, lo que vendrá después…
vale los minutos de escarnio para calmar esto que la enerva desde adentro, como
si fuera cueva de ladrones escondiendo tu tesoro para mejor ocasión. El dibujo
está comenzado hasta ahí, siente el deseo de que llegue más allá, de que toque
con su punta filosa La ilusión de abril; terminado el asunto él la envolverá en
el aire, pues no se puede estar pegada a algo después de hacerlo, quizá él
llegue hasta ahí y el dolor impida que siga el intermedio, quizá se someta al
dolor y se embriague con su cuerpo pegado al suyo en cuestión de abrazos
solidarios, a fin de pernoctar una agonía más. Cuando despierte del sueño del
dolor, cuando vaya al baño a lavarse las huellas dejadas por la aguja, entonces
dejará que él la abrace así como quiere ser abrazada… ahora no, ahora no es
tiempo de abrazos, está demasiado urgida y el lance de él le parecería,
precocidad de adolescentes para ausencias del amor; por eso debe ser así, por
eso debe permanecer así de calma por el premio que vendrá después; no lo quiere
levantado de la cama antes de tiempo, quiere verlo abrazarla por detrás, desde
su cuello, sentir la vaho de su olor, sentir esos brazos… enjambres en colmena
para después de hacer el amor, se dejará penetrar mil y una vez, antes de
despertar al placer de sentirlo por detrás como se abraza a su espalda para
copiar mejor el dibujo que le tiene preparado para esta ocasión.
Antes de entrar saca
un cigarro y lo aspira, el aire se vuelve contra ella, siente cómo su risa va
resbalando por toda la acera, siente como si en la comisura de su boca rondaran
abejas sedientas de miel, siente sobre ella al hombre que amenaza con horadarla
antes de entrar. No, son sus sueños, no, son sus deseos adelantados. Voltea
hacia la calle y ve la banca en el parque cercado, va y se sienta, cruza las
piernas y se deja ir, se termina el primer cigarrillo, saca el otro y lo
enciende a la vez, sin dejar apagar al anterior, vuelve a ver hacia la puerta y
ésta se ha abierto… él también lleva un cigarrillo entre la comisura de sus
labios, en su mano derecha blande la máquina que horadará su piel, un
cosquilleo le va subiendo por su piel…
Ahora ríe a
carcajadas, han pasado las horas, han pasado los untos de color; está acostada
sola en su cama, no siente nada ya, sabe que dentro de una horas, cinco a lo
sumo, sentirá otra vez llegar lo mismo de ayer…
martes, 11 de diciembre de 2012
Escote
La espiral es dura
como un escote; el que lleva ella sobre los hombros, confundidos en suave nido
de subidas olas. Entonces baja hasta el contorno de… las dos pupilas se meten a
lo hondo, imaginan un cosquilleo bajo la tela; ella no se da por aludida, pero
de reojo, emprende el vuelo de dos avispas: sus ojos que crecen como estatuas
en solitario, para cuando vengan las mieles de otoño; en el zaguán hay un
alambique, el alambique arde a los cuatro costados como para tomar del mismo
chorro caliente quemando las entrañas, como si al hacerlo, se debiera más de la
cuenta y se tomara a sorbitos porque el gaznate, alumbra unas uñas de gato
rayando toda la superficie por donde rueda el caldo salido de esta mañana, en
cuadrante con los pechos de ella y su talle como un torno perfecto. Él está
sentado frente a su máquina de escribir, se entiende que son dos en la misma
orilla del pasado, pues cada que pulsa su mano sobre sus pechos, salen
borbotones de realidad a empeñarse en horadar el tiempo, este tiempo en que él
escribe y el otro tiempo donde ella vive… aquí no hay usos horarios, sino el
cursor marcando un tiempo igual al segundero del reloj que ha dejado de brincar
y ahora late. Él imagina a sus hombros hechizos, imagina a la tela bajando
sobre el pecho… sus dos pechos levantados a esta hora de la mañana como una
serpiente se levanta cuando ve el peligro; él se pierde en lo negro del cursor
y ve entre llamas a su cuerpo como una imagen que trunca los sentidos y una a
uno van saliendo por intermedio de los dedos marcados con el dilema de la intromisión
de pechos abiertos al aire como si fueran mariposas truncadas en vida por el
otoño.
Más acá de donde luce
en cuello y los hombros desnudos, el alambique se duele del olor a caña madura…
madurada por el fuego que sale desde el hogar a calentar el caldo de azúcar por
si faltare, en esta hora, otro cuerpo a quien adornar… ha de saberse: no hay
ilusión sin cuentas a la vistas, cuentas pendientes para pagar entre dos, un
mismo precio: el de saltar hasta este mundo de… sentidos que se advierten a sí
mismos sin dejar de moverse como parte de este mundo de fantasmas; la
habitación rezuma de la caña, los hombros semidesnudos, rezuman de esta orgía
que son los ojos salidos del vientre de la oscuridad, para dar a luz todas las
imágenes del sueño.
Hoy en la mañana,
cuando habían comensales en la mesa del centro de la sala, un comodín se
aprestó a plasmar en blanco y negro los sueños de la noche, era ella misma y él
mismo a deshoras, por si faltaren, en el comienzo de toda la creación,
fantasmas para ver más allá de donde se sale el talle de cuadro, pues se ha de
saber: no hay imágenes sin sueño, ni hay idea sin sexo empotrado en las
ingles, más arriba de donde amenazan los olores de invierno… frescos a retoño
de lo futuro, en ciernes para la otra estación; al lado del alambique está ella
como alelada por el viento solar de esta pequeña hoguera, si no fuera por esa
pose, qué sería de los viandantes. La mañana se permea entre la niebla, del
escote resuma el perfume de… quizá feromonas, quizá el olor sutil del cuello
hasta la axila; en donde habían cuerdas, ahora hay escote a la vista; quizá
debajo de la falda una cola de ballena entre sin saberlo a horadar las cumbres
del hospicio; fue una noche iluminada por los vapores del cuerpo estremecido en
cada ola por las arenas del litoral donde ella se acuesta… estaba sin nada
entre vestidos interiores, bastaron dos nubes salidas del océano, para durar lo
que es una semilla salida en estampida, bastaron dos hombros desnudos para
endiosar al que barruntaba una tormenta entre telones, bastaron dos chisguetes
para volver a verla así, con los hombros desnudos y los pechos anunciados, por
entre las dos curvaturas de sus senos, ahora dormidos entre bastidores. Él
imagina que entre esa curvatura que da la falda, debajo de la falda no hay
ocasos, sino el torno desnudo del cuerpo bajando en alción para hoy mismo,
cuando venga en su reino, cuadrar otra idea de ella… porque los hombros, la
blusa apenas puesta, y la falda que baja, se meten a las carnes y no hay entre
él y su cuerpo ninguna tela que avise si hay un más allá de estatuas solitarias
a la hora del combate. Lo ojos se cuelan por entre la tela, se cuadran para
penetrar entre la visión de vistas y cumbres y bajadas, plegadas entre sí, como
si fueran los columpios de la tarde de ayer, cuando jugaba, entre lanzarse al
vacío de mecidas para el mejor postor de aquella escena, bañándose en la playa,
después del mediodía, cuando los machos comienza la estación del verano de la vida. Ha pasado
el tiempo, el escote se volvió otra cosa, la falda bajó y se fue caminando por
entre las poses del palacio primaveral de estrella polares por el concierto, el
escote dejó a la luz esos galgos sonoros de primera estocada del infierno, hoy,
ahora, han quedado entre líneas duras de tangas en medio de las carnes, esos
deseos que ayer fueron enhiestos potros sin freno por la playa, los escotes
durmieron… el escote de ella pervive hasta este río incesante de voces animadas
por el vaivén de cultos enamorados de su propia hechura. Él la ve y ella se
deja ver, se voltea a ver el horizonte, él no se entera, baja la vista hasta el
talle y ve entre alzaduras de veneno, otra vez el alambique de caña: el olor de
su axila rezuma desde el chorro caliente que entenebra…
martes, 4 de diciembre de 2012
La soldadera.
La luz… el haz de luz
cae al centro de la esfera. Te encuentras en medio, como si fueras la comedia
del instante. Alrededor del haz de luz, sombras; tu cuerpo refleja en
claroscuro parte de esa luz. Imaginas un canario salido del estante, imaginas
un cubil de fiera, imaginas una cueva donde yace una serpiente… No, eres tú con
tu pipa vacía, después de haberla agotado en pos de ¿Quién? Ilusión de
escolapias caminadas por un camino incierto y solaz y solitario.
Más allá de la pared
de enfrente, una puerta se permite invitarte a abrirla, pero no estás para
ausentes, no estás ni para ti misma; has rendido la cámara de adentro… lo que
lleva dentro, has insuflado tus pulmones con el humo sagrado de esta pipa,
sagrada porque aligera los pasos de los gatos de la azotea.
El comensal se ha ido,
se ha ido sin ti… a como llegó, sin ti… se fue sin ti y sin deshojar memorias
en palabras para azotar esta impía soledad que abres al balcón de tus ideas
dormidas, por si acaso.
Te pidió que le
contaras un cuento después de hacerlo y no te acordaste de ninguno, de ninguno
de los que vuelan en el… para dentro de unos días.
Ahora estás sola, la
luz del centro apenas refleja una sombra sobre tu cuerpo como aquellos cuadros
en claroscuro; quieres ver tus piernas, quieres ver tu abdomen, quieres ver tus
brazos, pero no alcanzas a dilucidar si no los ves por el tenue rayo de luz que
apenas se duerme entre las sombra o por el efecto somnífero de la dosis que
fumaste después de que él se fue… No, no lo alcanzas a dilucidar.
Entonces, como salido
de la oscuridad de la esquina del cuarto, se abre una ventanita; alcanzas a oír
al de turno que te dice:
––El que sigue… mitad
para ti y mitad para mí.
Deja los billetes
verdes y se va, no sin antes cerrar otra vez la ventanita disimulada entre una pared
y otra en el vértice de la esquina. Te levantas y vas al espejo manchado al
otro lado de la habitación, sacas de tu neceser lo óptimo para cruzar este
océano, lo logras, te cepillas y te lavas las manos, en el preciso momento en
que tocan a la puerta.
––Ya está ahí
––piensas.
Y sí, corres a la
puerta, descorres el visillo y ahí está: ojos tristes, tez amarilla, cuerpo enjuto;
desde su mano larga y hueca escurren otros billetes y tú le dices:
––Ah, quieres jugar…
Entonces, desde sus
labios se asoma una sonrisita de papel, y de inmediato, abres la puerta.
––Desnúdate ––le
dices, sin que termine de conocer la estancia.
No te hace caso; va y
se sienta al lado de la almohada; como no estás para… te desnudas, él te ve de
reojo sin clavar sus ojos en el sitio, pero refleja una ansiedad por algo, sus
ojos pequeños y tristes, su boca arqueada hacia abajo, te dice que busca un
refugio. Te vuelves contra ti y remolona, vas y te sientas a su lado… el
billete de a cien que te pasó bien lo vale, pero no estás para…
Ya cuando estás a su
lado, lentamente voltea la cara para verte de cerca, para ver de cerca tu
rostro inmaculado por lo que obtuviste del neceser. Nada sabe de ti ni tú de
él, pero la pregunta que te hace te deja helada:
––¿Quieres platicar?
Abres los ojos en
señal de sorpresa; él no se inmuta y te vuelve a repetir la pregunta… Pretendes
no hacerle caso, pero él insiste:
––Quiero oír tu voz.
––¿Para qué quieres
oír mi voz? Nunca hemos hablado para que te atraiga y acaso el recuerdo te
atenace para volver a mí ¿Por qué quieres oír mi voz?
Él adivina tu
pensamiento y dice:
––Sólo quiero
volverte a escuchar; sí, no te asombres; tu voz debe de sonar igual, igual a la
de todas, pero yo vengo de un lugar donde me prohibieron oír… me impidieron
escuchar voz de mujer, ahora, antes de volver a ellas, debo escuchar su voz, la
voz de todas ellas, el timbre pálido y sonoro que hace que uno se mantenga en
su sitio, como soldado de punto, esperando a un enemigo que nunca llegará…
vengo de ese lugar, de esperar por años a un enemigo que nunca llegó, pero
todos temían su llegada; fui el que dio el mejor grito: ––¡Caaabo de turno!,
pero nadie oía mi voz, hasta que un día llegó al cuartel una mujer, igual a ti:
con una voz encerrada para sí, con una voz no dicha ni oída por nadie más; me
enteré cuando le dijeron al general:
––Viene del mismo
lugar.
El general se me acercó
adonde estaba yo de punto y me dijo al oído:
––Ella es de parte
del enemigo que esperábamos ¿Por qué no diste la voz de alerta?
––La verdad, yo solo
la vi pasar por el umbral del cuartel, y me quedé esperando su voz, que me
dijera algo, pero como era una mujer, la dejé pasar así nomás.
––Ya ves ––dijo el
general–– por no haber avisado, ahora tendremos que fusilarla, si no, quizá
hable y con su voz domine a todo el cuartel.
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