Paraíso.

Paraíso Tabasco, México. Playa, pantanos, comida, diversión, pezca...

martes, 4 de diciembre de 2012

La soldadera.



La luz… el haz de luz cae al centro de la esfera. Te encuentras en medio, como si fueras la comedia del instante. Alrededor del haz de luz, sombras; tu cuerpo refleja en claroscuro parte de esa luz. Imaginas un canario salido del estante, imaginas un cubil de fiera, imaginas una cueva donde yace una serpiente… No, eres tú con tu pipa vacía, después de haberla agotado en pos de ¿Quién? Ilusión de escolapias caminadas por un camino incierto y solaz y solitario.
Más allá de la pared de enfrente, una puerta se permite invitarte a abrirla, pero no estás para ausentes, no estás ni para ti misma; has rendido la cámara de adentro… lo que lleva dentro, has insuflado tus pulmones con el humo sagrado de esta pipa, sagrada porque aligera los pasos de los gatos de la azotea.
El comensal se ha ido, se ha ido sin ti… a como llegó, sin ti… se fue sin ti y sin deshojar memorias en palabras para azotar esta impía soledad que abres al balcón de tus ideas dormidas, por si acaso.
Te pidió que le contaras un cuento después de hacerlo y no te acordaste de ninguno, de ninguno de los que vuelan en el… para dentro de unos días.
Ahora estás sola, la luz del centro apenas refleja una sombra sobre tu cuerpo como aquellos cuadros en claroscuro; quieres ver tus piernas, quieres ver tu abdomen, quieres ver tus brazos, pero no alcanzas a dilucidar si no los ves por el tenue rayo de luz que apenas se duerme entre las sombra o por el efecto somnífero de la dosis que fumaste después de que él se fue… No, no lo alcanzas a dilucidar.
Entonces, como salido de la oscuridad de la esquina del cuarto, se abre una ventanita; alcanzas a oír al de turno que te dice:
––El que sigue… mitad para ti y mitad para mí.
Deja los billetes verdes y se va, no sin antes cerrar otra vez la ventanita disimulada entre una pared y otra en el vértice de la esquina. Te levantas y vas al espejo manchado al otro lado de la habitación, sacas de tu neceser lo óptimo para cruzar este océano, lo logras, te cepillas y te lavas las manos, en el preciso momento en que tocan a la puerta.
––Ya está ahí ––piensas.
Y sí, corres a la puerta, descorres el visillo y ahí está: ojos tristes, tez amarilla, cuerpo enjuto; desde su mano larga y hueca escurren otros billetes y tú le dices:
––Ah, quieres jugar…
Entonces, desde sus labios se asoma una sonrisita de papel, y de inmediato, abres la puerta.
––Desnúdate ––le dices, sin que termine de conocer la estancia.
No te hace caso; va y se sienta al lado de la almohada; como no estás para… te desnudas, él te ve de reojo sin clavar sus ojos en el sitio, pero refleja una ansiedad por algo, sus ojos pequeños y tristes, su boca arqueada hacia abajo, te dice que busca un refugio. Te vuelves contra ti y remolona, vas y te sientas a su lado… el billete de a cien que te pasó bien lo vale, pero no estás para…
Ya cuando estás a su lado, lentamente voltea la cara para verte de cerca, para ver de cerca tu rostro inmaculado por lo que obtuviste del neceser. Nada sabe de ti ni tú de él, pero la pregunta que te hace te deja helada:
––¿Quieres platicar?
Abres los ojos en señal de sorpresa; él no se inmuta y te vuelve a repetir la pregunta… Pretendes no hacerle caso, pero él insiste:
––Quiero oír tu voz.
––¿Para qué quieres oír mi voz? Nunca hemos hablado para que te atraiga y acaso el recuerdo te atenace para volver a mí ¿Por qué quieres oír mi voz?
Él adivina tu pensamiento y dice:
––Sólo quiero volverte a escuchar; sí, no te asombres; tu voz debe de sonar igual, igual a la de todas, pero yo vengo de un lugar donde me prohibieron oír… me impidieron escuchar voz de mujer, ahora, antes de volver a ellas, debo escuchar su voz, la voz de todas ellas, el timbre pálido y sonoro que hace que uno se mantenga en su sitio, como soldado de punto, esperando a un enemigo que nunca llegará… vengo de ese lugar, de esperar por años a un enemigo que nunca llegó, pero todos temían su llegada; fui el que dio el mejor grito: ––¡Caaabo de turno!, pero nadie oía mi voz, hasta que un día llegó al cuartel una mujer, igual a ti: con una voz encerrada para sí, con una voz no dicha ni oída por nadie más; me enteré cuando le dijeron al general:
––Viene del mismo lugar.
El general se me acercó adonde estaba yo de punto y me dijo al oído:
––Ella es de parte del enemigo que esperábamos ¿Por qué no diste la voz de alerta?
––La verdad, yo solo la vi pasar por el umbral del cuartel, y me quedé esperando su voz, que me dijera algo, pero como era una mujer, la dejé pasar así nomás.
––Ya ves ––dijo el general–– por no haber avisado, ahora tendremos que fusilarla, si no, quizá hable y con su voz domine a todo el cuartel.

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