La luz… el haz de luz
cae al centro de la esfera. Te encuentras en medio, como si fueras la comedia
del instante. Alrededor del haz de luz, sombras; tu cuerpo refleja en
claroscuro parte de esa luz. Imaginas un canario salido del estante, imaginas
un cubil de fiera, imaginas una cueva donde yace una serpiente… No, eres tú con
tu pipa vacía, después de haberla agotado en pos de ¿Quién? Ilusión de
escolapias caminadas por un camino incierto y solaz y solitario.
Más allá de la pared
de enfrente, una puerta se permite invitarte a abrirla, pero no estás para
ausentes, no estás ni para ti misma; has rendido la cámara de adentro… lo que
lleva dentro, has insuflado tus pulmones con el humo sagrado de esta pipa,
sagrada porque aligera los pasos de los gatos de la azotea.
El comensal se ha ido,
se ha ido sin ti… a como llegó, sin ti… se fue sin ti y sin deshojar memorias
en palabras para azotar esta impía soledad que abres al balcón de tus ideas
dormidas, por si acaso.
Te pidió que le
contaras un cuento después de hacerlo y no te acordaste de ninguno, de ninguno
de los que vuelan en el… para dentro de unos días.
Ahora estás sola, la
luz del centro apenas refleja una sombra sobre tu cuerpo como aquellos cuadros
en claroscuro; quieres ver tus piernas, quieres ver tu abdomen, quieres ver tus
brazos, pero no alcanzas a dilucidar si no los ves por el tenue rayo de luz que
apenas se duerme entre las sombra o por el efecto somnífero de la dosis que
fumaste después de que él se fue… No, no lo alcanzas a dilucidar.
Entonces, como salido
de la oscuridad de la esquina del cuarto, se abre una ventanita; alcanzas a oír
al de turno que te dice:
––El que sigue… mitad
para ti y mitad para mí.
Deja los billetes
verdes y se va, no sin antes cerrar otra vez la ventanita disimulada entre una pared
y otra en el vértice de la esquina. Te levantas y vas al espejo manchado al
otro lado de la habitación, sacas de tu neceser lo óptimo para cruzar este
océano, lo logras, te cepillas y te lavas las manos, en el preciso momento en
que tocan a la puerta.
––Ya está ahí
––piensas.
Y sí, corres a la
puerta, descorres el visillo y ahí está: ojos tristes, tez amarilla, cuerpo enjuto;
desde su mano larga y hueca escurren otros billetes y tú le dices:
––Ah, quieres jugar…
Entonces, desde sus
labios se asoma una sonrisita de papel, y de inmediato, abres la puerta.
––Desnúdate ––le
dices, sin que termine de conocer la estancia.
No te hace caso; va y
se sienta al lado de la almohada; como no estás para… te desnudas, él te ve de
reojo sin clavar sus ojos en el sitio, pero refleja una ansiedad por algo, sus
ojos pequeños y tristes, su boca arqueada hacia abajo, te dice que busca un
refugio. Te vuelves contra ti y remolona, vas y te sientas a su lado… el
billete de a cien que te pasó bien lo vale, pero no estás para…
Ya cuando estás a su
lado, lentamente voltea la cara para verte de cerca, para ver de cerca tu
rostro inmaculado por lo que obtuviste del neceser. Nada sabe de ti ni tú de
él, pero la pregunta que te hace te deja helada:
––¿Quieres platicar?
Abres los ojos en
señal de sorpresa; él no se inmuta y te vuelve a repetir la pregunta… Pretendes
no hacerle caso, pero él insiste:
––Quiero oír tu voz.
––¿Para qué quieres
oír mi voz? Nunca hemos hablado para que te atraiga y acaso el recuerdo te
atenace para volver a mí ¿Por qué quieres oír mi voz?
Él adivina tu
pensamiento y dice:
––Sólo quiero
volverte a escuchar; sí, no te asombres; tu voz debe de sonar igual, igual a la
de todas, pero yo vengo de un lugar donde me prohibieron oír… me impidieron
escuchar voz de mujer, ahora, antes de volver a ellas, debo escuchar su voz, la
voz de todas ellas, el timbre pálido y sonoro que hace que uno se mantenga en
su sitio, como soldado de punto, esperando a un enemigo que nunca llegará…
vengo de ese lugar, de esperar por años a un enemigo que nunca llegó, pero
todos temían su llegada; fui el que dio el mejor grito: ––¡Caaabo de turno!,
pero nadie oía mi voz, hasta que un día llegó al cuartel una mujer, igual a ti:
con una voz encerrada para sí, con una voz no dicha ni oída por nadie más; me
enteré cuando le dijeron al general:
––Viene del mismo
lugar.
El general se me acercó
adonde estaba yo de punto y me dijo al oído:
––Ella es de parte
del enemigo que esperábamos ¿Por qué no diste la voz de alerta?
––La verdad, yo solo
la vi pasar por el umbral del cuartel, y me quedé esperando su voz, que me
dijera algo, pero como era una mujer, la dejé pasar así nomás.
––Ya ves ––dijo el
general–– por no haber avisado, ahora tendremos que fusilarla, si no, quizá
hable y con su voz domine a todo el cuartel.
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