Paraíso.

Paraíso Tabasco, México. Playa, pantanos, comida, diversión, pezca...

lunes, 30 de julio de 2012

Mercado de Juchitán



Es la letanía. Todo es en calma y sosegado. Están ahí. Todos salieron de un cuadro de Velázquez. Son los reyes de esta tierra. Cantan la canción, sí, ésa.  El maquillaje es fuerte. Los olores, las texturas, los sabores, sonidos…  colores, todo está ahí, hasta el masajista que se sacude el sudor. Siento las uñas del mezcal hiriendo mi garganta, después el soplido del dragón en mis entrañas. Las vísceras del lechón están a la vista, la manteca gorda como sandía, redonda la tortilla. Otro trago, ahora el rasguño es suave. La mujer, también, redonda se afana en moler con la piedra unos granos de maíz. Más allá una joven niña, quizá de catorce años, le da vueltas a la cazuela para que el fino guisado no se haga cómplice del fuego y el vapor… no la endulce en sus sentidos. Allá está ella, con los mismos treinta años de anoche, ahora arrobada en el comal a que la tortilla asista, las pestañas dan ensoñación a esos ojos. El mezcal es un gato que se suelta del tejado por toda mi garganta y va rasgando con sus uñas el presente de lo mío, y ni modo qué se le hace.
Las tortillas tostadas a fuego lento, blancas, totopo que suena igual a su cintura cuando se quiebra.
El borracho que mira a la niña joven tiene en sus ojos dos gargajos de lagañas que hacen mejor esa mirada, la desea; sus ojos, a no ser por las lagañas serían dos brasas, es mejor así, tibios y profundos. Ya sacuden las iguanas las patas, presienten que después de esto arderán por dentro, como si fueran lombrices caníbales. El estudio del pintor no tiene espejos, de ser así haría un retrato de él mismo, a como se retrata la mujer madura ––que sirve el plato lleno–– en los ojos del otro que la mira. La larga longaniza no deja de ser pleonasmo de artadura, nada contradice a los espejos: el sudor, las manos ocupadas en extender la tortilla, la fogata-hogar, la niña de catorce y la mujer de treinta que recuerdo de anoche. Un refresco, no, que sea menos, agua de flor de jamaica. Y si no, un vaso con uñas y estropajo a que raspen el gaznate. Las poliandrias se avergüenzan por ser ahora cocineras. Los huesos  ya son la letanía, enfrente va pasando un desfile de calaveras, bailan y suenan los timbales, se enderezan por si los huesos se quebraran; a lo lejos el obispo sueña con una mujer que parezca moza o asistente del cuarto o confidente, “al fin soy hombre”, se dice, y contimás que no se vea así; por ella da lo que se precie. El hombre obispo ya frisa los cuarenta, es la edad del plagio, precio que paga por dormir solo  y que la religión no sea espanto.
Aquí los frijoles con manteca, el gordo de la esquina con su diabetes a cuestas se dice que sí, el pecado lo vale, que si otro fuera también lo pagaría. Mientras, los portales suenan a barro negro con voces de gente que se anima y pide y canta la misma canción de siempre. El ladrillo del Criollo Español está presente, rojo como la llama que lo cuece. Las carnes colgadas y otras en el sartén se toman por el mango. No fuera ilusión el mole de olla, que con arroz  es lo mejor, que un mole solo es como mujer despierta a las dos de la mañana. Me hago como que no, ya mi estómago pide algo que aquiete a las uñas del mezcal, ya rumio como ésas que se sientan después de comer toda la mañana. El licor revienta las heridas, ya soy un póster mal colgado de una esquina, la vertical se ha ido; la mujer que pasa con su bolso vacío me ve y musita algo, si yo fuera bestia como lo es el que está parado allá viéndose a sí mismo, me le echaría encima para levantar tanta falda que le cuelga de la cintura; no, me digo, es mejor decirle adiós y acaso en la mañana se adentre y me diga que sí, como de anoche, y mientras, pienso en sus nalgas sin calzones que aquí ésos no asisten a cubrir lo que de por sí ya está cubierto con la falda, por eso los calzones salen sobrando, musito: una más.
Le sirven enchiladas, queso y su correspondiente cebolla a que salpique de sabor los labios. Me asomo a la olla, emergen como icebergs las carnes de pollo, de cerdo, de gallina y qué más, el olor lo dice todo.  Acá está la soga, le dice la mujer mayor al borracho. De sus labios asoman sus dientes blanquísimos como La nieve del Everest: enfilados, soldados en formación como cuando se desfila ante el Presidente. La calma de todo se desvive por permanecer, la lánguida carne que cuelga del escape resuma la nostalgia del que una vez cruzó a vuelo la pradera; un vuelo de sopa por la cola que lo muerde es por lo hábil de la carne, para eso fue levantada del polvo, como hizo Jesús, levantando los pecados de "la pecadora", para estrujarlos en la cara de aquéllos que querían apedrearla. Y eso que hoy es lunes, en estas laderas se dan lo mismo la miseria: lo abundante de comida, y el precio es lo de menos, aquí el dinero no vale, mejor fuera un terrón de hielo para endulzar la cerveza, pero no hay, a cien kilómetros quizá lo sea, en este lugar falta algo, esto es un decir, en todos los lugares falta algo, aquí no están las mujeres del Crazy Horse, allá tampoco está esto que ahora veo, en la pradera de arena calcinada de Al-Sahara faltan los olores de estas muchachas y allá en París se siente la nostalgia por los olores rancios de los Tuareg. Nada está completo, si así fuera, digo que si todo estuviera completo y a la hora, el mundo no sería mundo y por eso es el infierno. La que pone a coser las tortillas al comal es la mujer de treinta años, ni uno más, está al redondel del hogar y vuelve a pararse frente a la mesa de cocina y plancha la harina hasta extenderla totalmente, suave y tenue como su cintura, redonda hacia abajo, la pone al comal que reverbera. Luego pasa un pañuelo por su frente y uno quisiera volver a ser esa gota que resbala por su mejilla y posarse con esa misma suavidad del beso en esta cocina de alabastro y henequén que se arroba de tanto mirar y los sentidos y la saliva como si fuera por su pecho resbalando hasta el ombligo; como se dijo, el arroz no puede faltar como la diadema que enlaza sus pelos, ahora prendida, no como anoche que estaba tirada en el suelo de mi cuarto. Otro hombre la mira, y no la deja de mirar, sólo cuando ella voltea y reconoce el almizcle del que la toca apenas con un mirar vacío y quieto y alumbrado… desmerece por ser él el que la toque y no sea la calentura del comal tostado de tanta soledad y llamas. El hogar del silencio con las llamas le da calor a sus mejillas rosadas... tenues como el maquillaje de un ángel salido a las seis de la mañana y dice: “buenos días”, o en la calle al lado de la muchacha que maneja su vehículo corriendo y el semáforo se la planta y ella coqueta saca el maquillaje y mientras leo el periódico la veo de reojo para que no la alcance el aguijón de mis ojos a poco de… no le guste por ser como María.
A lo lejos un claxon anuncia que hay penitencia de no aparecerse en esta hora en que uno se alista para tomar el desayuno porque ha de ser que después de esto, alelado se beba el chocolate en una taza de barro igual, del mismo color, porque después de eso, después de tomarse el chocolate todo sube y acaso el suicidio se plante enfrente, porque Teresa dice que el chocolate da prisa a la soga y a la viga; una exclamación surge desde adentro y si no hay quien la escuche uno será maldito por el resto de los días, el Theobroma se amasija con tanta soledad, mata de prisa y más si uno se enamora, luego ella dice sí, pero no se sabe cuando y así pasan los meses, y qué se le va hacer mas que el suicidio de una cerveza.
Antes de sentarme la miro atentamente, pero es su cuerpo el que me atiza, y atiza al otro que está sentado viéndola, porque amanecer con ella a que el gallo cante sería mejor no hacerlo por aquello de ser tanta mujer y uno tan poca cosa, tanta carne para dos pobres huevos. El guiso está en la mesa… no sirva más para dejarlo a medias y ella tan de buenas no se merece le dejen la mesa servida y sola, pues como es natural, deben ser por lo menos tres venidas, digo, para que sea negocio y si no, la vergüenza se lo pague. La otra mujer, quizá de cuarenta habla en un lenguaje extraño y pudibundo. Se entiende con el hombre que está sentado, cierto, hablan de eso, de eso mismo que yo pienso, lo dibuja en sus ojos y sus labios riendo con mueca de timidez, pero se ve, se quieren esconder atrás de esas palabras extrañas de una lengua desconocida; es un buen hombre, él sí la merece; parecer intimidado por ella es como serle fiel; después del almuerzo o antes, según sean las ganas y luego decir: “vamos a hacer un libro de recetas de cocina para después de hacer el amor”. Pues todo es tan rico que no se sabe cuál es el mejor, no lo fuera ella dejando los besos, casi lengua, escurran por su espalda así como si nada y dejándose llevar a la cocina; ahí mismo sin ingratos a la vista, hacerlo de buen modo como los estudiantes en la escuela a la parada en el baño porque de adónde se va a sacar una cama en esa hora. Todo lo pienso. No sé si seguir pensando o acercarme a ella a que me sirva de eso que cuelga del abismo marchante y lo lleve hasta el otro lado. Será con un mole de ayer, así tostado y trasnochado, igual a ella, igual a ayer, porque es más suave y oloroso como el baño de ella: pase después de eso tres horas a  el olor del cuerpo retome sus remansos porque no es bueno... no son buenos los olores del jabón, no dicen nada.
Por fin, me veo obligado a cambiar de idea. Sigo caminando, ya son las ocho, y así me voy. Ya son las tres, no me la quito de la cabeza, todo ha ido tan despacio ya no sé qué hacer, vuelvo al lugar sin sentirlo y empiezo con lo mismo... Como ayer a esta misma hora. Casi llegando a la estación de ésa: perdida para siempre, cuando la desilusión llega porque hace mucho uno quisiera de ellas "eso" pero así para toda la vida y sin compromiso. “Ay como jodes”, ella remilga. “Cuánto mi reyna”, yo le propongo. “Veinte”, avienta la palabra en respuesta así como si nada. “Así nada más”, reclamo. “Sí, qué más quieres”, ella dice para darle valor a lo  puesto y a la vista por intermedio de la falda. “¿Estamos hasta la madrugada?”, uno quisiera no dejarla nunca. “Hasta que quieras, eres guapo, lo mereces”. Y todo pasa como debe. Ahora ella está volteando las tortillas… ni modo. Todo pasó, así son ellas, y un hasta luego; las ganas no se acaban... es mejor así... Sólo faltó la guitarra. ¿Que por qué huyó? Ni modo, ahora suena como mujer abandonada y necia y pulcra... pero ella ya no está, ni modo...      


jueves, 26 de julio de 2012

Lunes del cerro.



Ah, cuanto aliento contenido y de prisa por salir. Ya son las once. Después del medio día iré hasta allá. El camino es corto, cuando llegue les diré: “Aquí está la música de las mujeres como el árbol baobab de allá de África". Son monumentales. Igual a la música que suena de la Orquesta, es una música que invita a mover el cuerpo pero de una manera sólida y tenue. Parecido al movimiento de una palmera con la brisa apenas tímida. Todas llevan el regalo, todo es de regalo. También el niño desnudo de dinero que asiste como vendedor de empanadas está ahí, otro lleva una batea llena de ojos para que miren, los vende, para que los de afuera, los que no son de este lugar, vean; en la vendimia ofrece a los visitantes ojos para ver el espectáculo. Sólo esos ojos pueden ver esto, se requiere de los mismos ojos de ellos y a fundirse con el erial, la tierra partida y los cantos alegres y sonámbulos y regalos y meneos de tonadas que se curvan desde las piernas hasta rematar en la cabeza, como se curvan los pinos cuando los estremece la brisa del mar en calma a las cuatro de la tarde. Aquí son ellas las del baile. El mezcal hace lo suyo... es aparte. La primera copa, un trago de espinas que se va rodando por toda la garganta. Abajo, una vez entonadas todas las canciones, ellas se agarran de las manos y empiezan a bailar. Los hombres de sombrero se alistan, cada uno con su cartón encuadrilado, la música que también sueña se parece a ellas, son ellas las del canto amanecido, así como cansado, el mismo baile lleva los pies, y el meneo, ni un segundo se alebresta para bailar de otra manera. Ellos permanecen lejos con la timidez que da el aguardiente cuando quema. Es un sopor de rosas y caídas, los cachetes lucen sombras y rubí de tornasol arrebolado que invitan a salir, “mejillas de manzana”, dice un extranjero. Las mejillas de ellos ceniza, las de ellas así como dije. Lo demás se cuenta solo. Es nada más dejarse llevar, ya sea por lo del mezcal o que una bota de las que están por ahí abandonadas hagan lo suyo, hasta arriba del cuello y dejar de latir como resuello, por la cuenta no hay tos, pero duele que ellas tan bellas y con la música retumbando como bramido de lagarto se les vaya de la cintura para arriba y para abajo;  es pecado  tanta belleza, lo usual sería una cumbia de garganta sin que hubiera esta música arrobando los sentidos. Duele y  anima. Porque de ojos y cuerpos y oído se hace lo demás, no es por lo del cuento, se precisa que un hombre se alce ante tanta furia de muchacha cuidada por su madre por si alguien se levanta para alzarle la falda en medio de tanto baile calmo… y vea que no nada abajo… nada de ropa.
Allá a lo lejos están las casas desvencijadas. El hombre se afana en cuidarla por lo del parto que  avecina. Unos ojos de niño caen hasta el suelo y levantan una moneda de a centavo, con eso alcanza para un dulce y la pequeña fiesta. Y no hay vergüenza, lo de uno es abastecerse, y lo diga y cuente y baile. Pero no se puede pasar por alto lo de estos vaqueros, también míos como la noche de anoche que se hizo larga por el rasgueo de tanta guitarra que no sólo sonaba, sino que también a llanto por lo del paisaje se metía. Es piedra sobre piedra, tanta la pobreza, que me admiro que yo esté aquí este lunes ventilando mi desgracia por la música y mujeres que veo y oigo desde cerca. No puedo pasarlo por alto. Entonces una como mezcla de ternura con deseo se me arroba en los sentidos. El movimiento como el de palmera que les dije, me hace verlas con lo de la milpa tornamil del maíz cuidando tanto elote tierno con el verdor apenas que se asoma y tres pelos a lo más para guardarlos. Quisiera dormir con una de ellas, así con ese baile tan encanto y tan de mañana, aunque ya es el medio día. Sí, parece que las veo en mi aposento mirándome así como ahora miran, sin alebresto por lo que bailan, la música invita a ese arrobamiento, no sería como allá en París, no, sería como la mujer que tuve, que cuando me decía: “estoy preñada”, una ternura se me iba de las ganas y me entraban otras que me robaban sus ojos tan tiernos y risueños, como la risa-madrugada a esa hora en que todo es amable. Yo pensaba en los del niño que vendría luego. Ella me lo pedía y yo para eso estaba. Quien haya tenido una mujer preñada entre los brazos puede decirlo mejor que yo; una vez de tanto sueño melodioso uno se levanta y ella tan así, se acurruca con sus manos tan suaves y pequeñas  invitando a llorar... y lo hace uno…  unas lágrimas de vaquero es lo único que vale ante tanta cosa que se duele y que se canta. Eso sólo comparado con la tristeza alegre de cuando se llora la despedida con un mezcal quemando en la garganta y la guitarra cantando la misma canción que nos hizo cómplices por una noche.
Así es esto. La música sigue y el oleaje de sus cuerpos también sigue, y la música se mete a todos los resquicios de la calle y el lamento ya es de agua, como agua de remanso del río de aquí cerca, y eso es un decir, es del río que pasa por allá, que no fuera el Rubicón, apenas un chisguete y para qué tanto alboroto. No, aquí es el mismo río de allá, pero el cuerpo meneado por la sangre.
Al rato una iguana, se apronte a beberla como demonio. Drácula será el que oficie la sangre vuelta aplomo en un guiso con olor a cilantro y lo demás  no se diga.   
Estoy aquí presente y no puedo evitar incluso ser ausente en otros lados de este mismo ambiente. Quien fuera espejo para retratarse maniatado como discurso que se sale por los poros. Ellos, éstos tan de manos agarradas con  el destino como lastre y grilletes de sapo en la garganta. Ellos los sin esperanza agarrados con ellas de las manos. La entraña de esta tierra muriéndose. La culpa se me clava en el cerebro como un puñal de fuego. Como el mezcal que tomo a sorbos. Es misterioso que por aquí se llegue al pueblo, porque solos son nada más que eso. Nada más. Aquí la protesta no se dice, para eso está la canción "La Llorona”. Después Toledo que lo diga si acaso se atreve a ser espejo de lo que sea como canto para él, tanta amargura que ellos no lo sienten porque este lunes es de ellos. Pero yo que he corrido por un mes toda esta tierra no me puedo morder la lengua. No podría... ni Toledo abrazar tanta angustia que no se dice, tantos ojos de mujer y niño descalzo de un cuenco como mugre... no podría, ni él. ¿Qué pudor tan grande podría asomarse a esa luz salida de la entraña? ¿Cuánto dolor se requiere para que el pincel empuñe la pólvora y reviente como pus embravecida? Nadie, es sólo el mezcal de grito sordo. El tambor sólo da sonidos guturales. Seguro que si Toledo los pinta se saldrían del cuadro, y en la noche, cuando nadie los presencie, irían a gozar lo de muchachas y oro, manos, cuello, pulseras y cadenas, todo de oro. El drama que se vive es para cantarlo, y ellos así lo hacen. El color es lo gris del cerro que no da ni lo mínimo del baile; sí, gris, como la cara de ellos. Aquí la fuerza sale de las ansias. Es sólo un lunes de muchachas arreboladas, es sólo que de a tientas se tocan el alma, se la sienten en las manos, el mezcal sirve para poder sostener tanta lágrima embalentonada que si no explota en la garganta como la voz del avizor que de tanto buscar se encuentra con que es él mismo, es por lo calmo de la noche. Así es. Las cuentas se incendian, se veneran y se aguantan. La compasión aquí no vale. Aquí somos todos cómplices por el licor  arrastrando las uñas por todo lo que sobra de garganta y el que no sea, no ose atisbar lo otro que ven ojos atentos, no, lo de turistas eso de ellos, aquí no se viene a turistear, o depende cómo se tome. La calentura de la rabia que sostiene, el mismo licor lo abraza y lo quema y lo escupe. De lo otro no es ni modo, es que sin ser en las manos para incendiar la casa, es mejor que sea la música levante, para estar con el sonido a cuestas. Y la música es como el mismo licor, lo tomas o lo dejas, no se pueden hacer las dos cosas al instante, es sólo una. Si de la música, el licor y el cuerpo de las mujeres que bailan puedes socavar tu encanto, que así sea, de otra forma sería traición lo que preside.
Y aún así, los regalos se valen, ellas regalan su propio regalo como estatua, ellas al son de esa música se dan... y también ellos, pero no se les culpe por ser como extraños a sí mismos; en la mañana sólo ella se atreve a levantarse de la cama y gritar al viento, que no importa si él está con la misma cruda de siempre, no se vea esto, así son ellos, las mujeres presiden todo; así la soga no se espante,  no se convierta en prostituta y  la viga no avance, no, ellas lo cuidan y lo dicen. Hay algo más serio, parirlos con tanto dolor y luego que se vayan, quién puede soportar eso, nadie, sólo ellas; a veces hasta se atreven a decir lo que valen por dos pesos, pero eso es mejor se vayan; tanto dolor está hermanado, que la madre cobija a todos, no le hace que él, el padre se sienta mal de tanta cerveza y de tres días que lleva en la garganta nunca hastiada. Todo se vale con tal de ser la que manda y la que anida.
Ahora en el baile, les cuesta una fortuna para que ellos estén en reposo, borrachos de tanta angustia abastecida por el mezcal que circula de boca en boca del mismo pico de botella. Ayer a esta hora ellas reían cuando adornaban el escenario, lo hacían por verse quietas a preparar lo que es también de ellas, su fiesta, sin nadie el argumento de por qué verse a solas. Porque en el sueño, sólo ellas son, para ellas mismas y las fantasías se sostienen ya borrachas bailando como un cardumen sin semilla, propiciando nuevas canciones al otro lunes del año que viene. Así como de siempre son ellas las que mandan, el hombre se parece a esos zánganos de la colmena, sólo están para que haya hijos, y si de eso no supieran qué hacer, en ese momento se salen con la suya, van y pregonan juramentos y silencios por la calle, para espantos no se juega.
El baile termina, empiezan a dar sus regalos de la carne, como si fuera trampa, arrojan al viento lo que antes eran adornos. La orquesta se da el lujo de seguir, del conjunto de canciones tocadas en preludio, sigue esto que ellas escuchan apaciguadas de la cintura para arriba, porque los pies se menean. Su larga falda se arremolina y parece que a cada paso siguen el ritmo de la tonada, no es así, es porque se les ha enseñado desde chicas ese donaire, ese caminar altivo y  se miren a sí mismas… avancen como un viento amable que sólo hace ondear a la bandera.
La tela de sus vestidos es como las plumas del quetzal, los rojos, los morados, la felpa del bordado, y a la cintura una como curva que les deja ver que abajo de la tela existe otra tela de donde cortar el ánimo y los besos pero abajo de la tela no hay nada, sólo está el himno entre las piernas como resumen de mar en calma. Un remolino vuelto cumbre y curvas de colores. Si de aquí a las cuatro siguen ahí, será la marca de que continuarán toda la noche y acabada, no se sabrá lo hecho entre ellas, los hombres estarán tirados de aquí para allá, sin pulso en las venas y la garganta agrietada y los gusanos recorriéndoles la piel a la espera de que la última cerveza haga lo suyo, que ya se sabe, no se puede dormir, no bien borracho con tanta mujer bailando y puesta, sólo así, amanecidas y con el cansancio que las duerme... sólo así. Los hombres se levantarán y harán una fogata, matarán el pato y así sin que los haya, serán de nuevo, por ese solo día, quien les dé a ellas los caldos de la cruda... 

martes, 24 de julio de 2012

La página

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El mar




Ya van varios días que estoy embarcado. El barco se arrimó en “El Paso del Macuiliz” de Villahermosa, que es la capital de Tabasco, ahí me embarqué. Ahora estoy encerrado en este mareo de mar alebrestado. Tanto barco, tanta agua y tanto mareo no me cabe en los bolsillos. Tanto mar se me vacía de los ojos. Mi caballo de vaquero también hastiado. En el avión no quisieron aguantarme, era un tiro, y no se lo aventaron. Ahora aquí entre gritos de marinos que se levantan a cualquier hora sólo para el cambio de guardia. Mi caballo abastecido con avena, ya no quiere; lo de él es la llanura de Tabasco. Las húmedas tierras y a bocanadas de agua como ahogado. Lo de él se muere si no relincha; lo llevo, está encerrado en una puerta de fierro, mal haya aquéllas de madera, y las de plata en el argentino a los oídos, las puertas de golpe que había en cada pasada del camino de un potrero a otro, mal haya, todo eso se ha perdido, con decir que no hay ni rastro de caminos reales, los de lodo hasta los hijares, los del pasto gigante sudando rocío a las seis de la mañana, los de la encierra de becerros, los del trote al galope para el lazo de las vacas... mal haya, ya no hay de esos; ahora el único chalán que sufre es el del agua que alebresta la proa. De ahí para adelante. Los vientos de sotavento y si no del otro lado, sólo eso existe. Las estaciones las anuncian los pájaros cárdenos de alas de gigante, “es una isla”, dice un marino entumecido de tanto tiempo sin ver mujer, a mí me pasa igual.
Son meses de navegar para llegar al otro lado. Al avión se culpe por esto. Mi destino el Guadalquivir, tomaré por esas sierras pequeñas del suelo viejo y arrugado y abrevaré la historia no contada. Así me sumiré en ese espacio.
Pero no es lo mío adelantar lo que propague, mejor la espera del orgasmo, para qué sucederlo como espías, allá está, allá llegaré. Si así no fuera la prisa cansada lo dirá como en un sueño. Después de la basca, que para esto soy pendejo, viene la calma del sueño. Ni modo, es un mareo incesante y tímido que no deja lugar a otra cosa, es un eterno movimiento que se siente en el estómago, un virar hacia ningún lado. El barco salta, pero son saltos de gigante, la ola lo comba pero casi ni se siente, a menos que parezca lo de un vómito inesperado, así es, a cada rato el capitán anuncia la hora; al mediodía la comida es un tormento, a las tres ya está uno con el mecido suave que no fuera la Montaña Rusa, mejor es eso, y yo aquí entumido; lo que pienso es qué será de mi caballo, no puedo ocultarlo, soy vaquero, tan así de nuestras cosas que éstas se parecen más al infierno.
Un albatros se ve allá a lo lejos, lo sé porque es el único que se atreve en estas soledades. Me quedo pensando en esa ave. Ahora volteo y viene hacia acá, seguramente se posará en el mástil y el marino de guardia gritará ¡tierra a la vista! Que dicen que ese pájaro las anuncia, se las anuncia a ellos para que así la canten, pero falta medio día para llegar al primer puerto –supongo–. El barco se menea con un lánguido movimiento que se le sube a uno por los pies y las rodillas ya son de lodo, así hasta que todo es mareo y la boca se hace de agua y la guácara se viene. A estas alturas del mar, ya sea suave o con la tormenta que atacó allá por las Bermudas, ya no se sabe a qué le tira uno, si por mí fuera no me atolondraría de tanto tronido y los mareos con la marea alta, también de esto se vive, pero mejor fuera miedo, que a ése se le ataca sin remedio, pero esto que sube sin que uno se dé cuenta sí que es un problema,  aquí lo que cuentan son las cosas del marino, que para eso se pintan solos. Se espera el sueño, sólo eso es lo que salva del infierno, que las pastillas para el vómito sirven para las dos cosas, pues además dan sueño, se aligera el estómago y se aligera el alma. Ya imagino -se sabe- del sufrimiento de las preñadas, estar así tres meses y en tierra firme, sólo el ansia de la vida y sus misterios pueden con tanto jaquetreo. Uno aquí con el espanto hirviéndole en la venas por lo que viene enseguida y ellas tan de a solas que no hay quien las salve de ésas. A lo mejor del movimiento suave sea lo que va de prisa, quizá, pero para ésas no sirven medicinas, sólo la ilusión de llegar a las tierras soñadas como ellas que esperan al parto para verlo llegar sano y salvo a entibiar con ilusiones las mareas de otros tiempos.
Sí, cada día bajo a las caballerizas. El mío tiene ojos tristes, que ya de por sí lo son; me mira como pidiendo esquina, yo le contesto: “qué le hago si estoy igual”, y el pobre me pone la nariz para que se la acaricie, con eso me doy por bien servido, espero que él también y que entienda, creo que sí, no sé por qué lo pongo en duda, si de por sí ya estaba hablado con él, pero el entendimiento se me nubla, yo lo traje aquí, a este maldito infierno que se me anuda en la garganta, yo lo traje, por eso una como culpa se me anida en el pecho y aunque digo que es por el bien, me asusta que le llegue un torzón y se me muera a bordo y eso sí que no lo aguanto.
Mi sangre parece agua detenida, resuma, crece y se detiene, me inunda y afuera el estómago con todo y lo que contiene. Por mis venas el agua de mar se vuelve estación del tren que a veces corre, otras avanza y otras retrocede. En el meneo del barco que no se siente ni se asoma para ser caída, el agua interior también reclama a ser oída. El ruido mi corazón sonando noventa y cinco veces se parece a las ruedas de hierro del tren. Así me quedo dormido y el sueño es bálsamo de quietud a esas aguas que se quiebran en un mareo y basca de arrojar lejos la náusea de lo que es desconocido. Ahora estoy en la cama, la náusea está agotada. La ola me parece un pulpo que se agolpa sobre mí. En la mesa está servida la cena de dados, naipes y cangrejos. Una mujer en pantuflas se me acerca y me pide de beber, la sangre de la copa está congelada, aun así, ella la toma y bebe. Yo me acerco a un pez de madera que cuelga del techo y vuela, lo tomo y lo bebo también como cerveza. Los naipes son ases y reyes, coinciden con los dados, es como aquella canción: “Una sota y un caballo/ burlarse querían de mí/ mal haya quién dijo miedo/ si para morir nací...” . El pulpo se abalanza y vuelve al agua, ahora el agua es hielo herido de muerte y sangra, el pulpo y la babosa se intercambian miradas afelpadas, no sangra pero de su ojo izquierdo mana otro ojo que es también de agua, ojo que mira con burla, igual que el que está allá en la pecera de Veracruz; así como si nada escurre hasta el fondo del mar y mira todo lo que toca. Veo a mi caballo con un tenaz freno que lo desquijada por el galope que lo envuelve y lo desboca. La mar que da tumbos y olas como baches. Los cangrejos de oro que yacen oportunos desmerecen al sol que los entibia. La ola se muere en el vaivén del barco que la entume. Un bamboleo se aparece a mirar que se apacigüe. Asisto a piedra y lodo, los hijares del cangrejo están llenos también del mismo lodo, la puerta de golpe es de oro, mil caminantes de a caballo golpean la puerta y argentina presume del sonido del golpe al cerrarse tras de sí de los vaqueros, madera como de guitarra o marimba en la garganta de estos sueños; luego detiene su marcha a golpe de bajeles de oro diamantado. Sonido de marimba suave y acorde, no, aquí no asiste lo argentino de la madera, es sólo golpe seco como lo húmedo de la silla del potro y el olor que me llena los pulmones mezcla de mi sudor y del caballo. El barco se desliza sobre un cerro de colores, las piedras se parecen al hielo que hundió al otro barco. Aquí todo pasa, los árboles son de espuma, las cimas son montañas y el barco corre, vuela y acaba varado en mitad de la playa atascada de peces muertos. Ahora un elefante se acerca flotando sobre espuma, el animal está dormido, parece oso de felpa, así como si nada, se apresura a ser como regalo para mujer de quince años, sus manos arropan su cara a como duermen los niños de un año de nacidos. Los marinos celebran las bodas de oro de la quinceañera que los mira, del plafón salen las notas musicales de un vals Vienés; el candil suena sus bobinas y arden como mechones de la edad media entre momias descarnadas. Todo es blanco, el color de la espuma se extiende hasta la cubierta, un brillante azul cuelga del techo con luces blancas y moradas. El perejil se encanta en la maceta que está a la orilla de estribor, sacude sus espinas para que no hagan daño a la de la fiesta, es una mano leve y sonrosada, dedos largos, palma suave, dorso de serpiente, se mueve como pez en el agua, y dice cosas de la canción que suena, baila, y su baile se parece a la danza de los ojos del pulpo que huye hacia el fondo.
El puerto se acerca, lo sé porque una jirafa emerge de las aguas, su cabeza se divisa como si tuviera que subir el agua a su garganta. Hoy es lunes, día especial para aguantar los dolores del parto que se anuncia, si fuera martes un pico de loro de copete amarillo impediría que todo se consumara como el cáliz del dolor de Cristo. Ya llega, el nuevo día se acerca al puerto, de la zona de oriente una columna de humo se parece a las nubes de los ojos de los ciegos. Ya llegamos, si abro los ojos es que ha amanecido...
Me da vergüenza que una mujer como ésa, cadera lenta de ladera pulcra, hastiada del viento, eterno y tenue, que el brillo se acobarda a reflejarla, el talle remilgado con el vestido pegado a la cintura, lo que hace más suave el sopor de sus labios entreabiertos cuando dicen su nombre: Elisa. Sus caderas se mueven como el barco, con el mismo contoneo, así... como mareada; me da vergüenza que hable y se me entuma. Me insulta su vientre plano y más cuando llega al pubis, como que ciñe y da forma también a su cintura. En la palma de su mano la bandeja hace equilibrio perfecto para retar lo hondo del abismo y al piso de cubierta, sus ojos dos luceros dormidos a las seis de la tarde. Trae dos copas llenas de licor de raíz de palmera de océano. Ahí empieza mi borrachera, en mirarla y en desearla por mi mano escurriendo por entre sus brazos e ir a estrechar la hondura de su muslo, por si algo faltara. Ahora la ola suena estúpida y redonda, los pasos de la joven se alejan, ya han dejado sobre mi mesa la copa con la cola de mi caballo adentro, me la tomo de jalón. La otra muchacha, la que me pide de la copa, sonríe y me embelesa, ahora todo me da vueltas pero sin ganas de vomitar. La crin de mi caballo es la otra copa, ella bebe una perla enrojecida, sus lágrimas escurren hasta el cristal y se evaporan antes de que  llegue a tocarlas con los labios. Una maraca suena y se agrieta de tanto jaloteo. Ella deja caer la zapatilla, el licor hace su efecto, ahora sonríe; su sonrisa es blanca, de sus labios salen polen y néctar de cocina almidonada. Sus piernas bien abastecidas, de torno perfecto como el río de mi pueblo. Lo entornado de su muslo no cae abrupto, va sin prisa, ninguna hendidura en esa carne. Vuelve la mujer de la bandeja, me bebo de un tirón la cola del caballo, ahora ya no es mío, por estas mujeres soy capaz de todo, hasta de endulzar la piel de mi potro para envolverla en un sobre, pasar la lengua en ese almidón de dulce y depositarlo en la primera posta del correo que se anuncie, y así, se lo lleve como regalo. Ya veo doble, el ajenjo de raíz de palmera es fuerte, es el mismo que me dieron allá en Marruecos, ahora me lo tomo de un jalón, a lo mejor despierto ciego, si es así, los ojos de mi caballo bastarán para ver a los demás; mejor, lo valen estas mujeres para dos ojos tristes de caballo, la borrachera a que endulce el suave oleaje del barco, a que el mareo se convierta en una suave locura a media noche sin testigos.
Ya estoy de ganas. Voy debajo de la cama y saco la guitarra. “Le Francé”, musita la de zapatillas gastadas, el perfil lo dice, su tez es blanca y su nariz también es respingada, pies pequeños como las mujeres de Changhai, así toda esbelta, y su vientre semiplano como aquéllas de los sueños de “Las Mil...”
-Un cuento, a propósito -le digo. Sonríe, el plato de perlas luce con dos tenedores a mi alcance. Sus dientes dos pétalos de rosas blancas. Ahora trae dos copas llenas, la mía es de un color manzana, el líquido es viscoso, la de ella color durazno, el líquido suave y oloroso como sus curvas que bajan desde arriba del talle y se suavizan una vez sobre sus piernas. No sé qué horas son, eso es lo bueno, decirlo sería un pecado, “me voy”, dice; de sus ojos ensoñados entre rato y rato se asoman sus pestañas, lucen con un adormilado acento. Ya llegó, está a mi lado. Ni modo, mi caballo luce triste, sentado a mi costado se parece a La Esfinge, no musita nada, aunque también las ve de reojo...
Despierto, ya hemos llegado, el faro lo anuncia, el barco se enfila, lo rojo de mi carne hace juego con la luz del candil que sirve de guía. De pronto todo es un reposo como en los brazos de mamá. El mar se aleja. La calma vuelve, una almeja se me atasca en las botas, la pateo lejos. Mi caballo se desprende de la pared de enfrente y se me ocurre a ver qué le toca de lo de anoche. Lo miro y avanzamos, por fin hacia la tierra. Saco un puño de avena de mi bolsa derecha y se la doy, desde luego, con azúcar morena. Ahora todo es calma. Todo fue ayer. Mi caballo va encerrado en el mismo sobre, asegurado por el botón de la bolsa de mi camisa.

lunes, 23 de julio de 2012

Pol-Hua



En el centro de China está la provincia de Huan-Sí. Los vaqueros se confunden entre el arrozal en medio de las aguas que parecen dar lo que el líquido evapora: sopor de agua y sudor en la frente como perlas. No, es arroz que irá a servir de comida, bebida y todo lo que falte. Eso es el sudor de él. Los vaqueros se encomiendan a sus pasos, sus manos arrancan de la humedad los ramos vegetales cargados de semilla, para ir a ponerlos al sol hasta que el calor los reviente y poder así recogerlos uno a uno como granos. El vaquero se asoma a la mies simplemente como el cuidador que se recarga en la escalera para ver pasar al ruido que lo lleva. Las mangas recogidas, el pantalón a la rodilla y ver que el agua no les llegue. Como si de orgullo fuera, se avecinan, no se tocan, no dicen, sólo arrancan y arrancan la semilla de la tierra. Por ahí, en una jarra ––que se cultiva en árbol–– como la que usan los  vaqueros de mi tierra, hay un líquido blanco fermentado de arroz que sirve a la sed y a dejar a un lado los ardores del sol por la piel que lo repele.
Esto es de año con año, la época de la pizca del arroz en que todos los vaqueros se van y vuelven, una vez alistado el sopor que los descanse, una vez acabada la nostalgia de todo lo alisado del sol que les cuece la piel y revienta sus poros en sudor por toda la planicie de la espalda.
Cuando la luz  alargue sus sombras habrán cortado y embalsado la mayoría de la semilla. La plantación de esta hierba se lleva a cabo en este solaz, por lo del agua hasta la mitad de la pierna. Es la humedad lo que la hace germinar. Y el miedo sea por el susto de la cobra que no la lleve entre las manos en medio del surco. Allá, una mujer, también arranca la semilla, esta vez, con manos apretadas y el colmo de su ansia como si fueran los hijos que se precisan del silencio. Pol-Hua es el vaquero de esta vez que se acomoda en la bestia del agua hasta los pies-sanguijuelas manchados por la sangre que chupan sin que halla huella.
Llegué a esta comarca apenas ayer. En la casa, los vaqueros alistaban sus caballos para la carga después del mediodía. Desde mi llegada, no hubo en ellos ninguna voz de infamia por pasar lo desmedido del sol a esa hora de la tarde, no que se apaga sino que arde, que sigue ardiendo hasta bien entrada la noche. Por todo el húmedo arrozal hay peligros en los cantos, una sanguijuela aquí, la serpiente real allá, y no es miedo lo que Pol-Hua se dice a sí mismo, ¿miedo? Sólo a la sanguijuela, es más peligrosa que la serpiente real, quien lo dijera. La culebra es tímida, se está en los arrozales pasadas la seis en la mañana, después de esa hora, el calor del sol la levanta, desentume su rosca y se desliza por entre el materío de la semilla, y así, tímida como es, se alarga sin ruido que amenace y se va, el líquido de sus colmillos no se ocupa de eso, sólo si hay peligro... y lo sabe, no es para salvarse, nada más por si acaso, un instante de ilusión del campesino que se le hincha la picadura, y en eso ella se irá, que en ese instante lo aprovecha para colarse por entre el agua y las plantas hasta la mitad que no la vean, sólo por eso, no hay otro afán, ellos lo saben, pero la furia del calcañal entumecido de tanto dolor, tanto veneno y tanto coraje, hace aflorar el odio de esas cosas, y ahí sí que no. Entonces, guadaña de un tajo la repele, sin que haya grito como si de carnero se tratara, así la serpiente acaba. Así es. Luego, después de la revancha, se irán los campesinos del arroz a ver el sol al otro día, que sin sol no puede ser que se hagan los favores porque del fruto levantado, la cosecha se abalanza a ser pasto de todo… que sirve para todo, también a lo demás. Cuando llegué, el guardián del gobierno vino a ver qué pasaba, “nada”, dijo Pol-Hua. Salió desde la casa aposento, se habló de todo al comisario y ante la nada que decía tuvo que sacar un pomo de aguardiente de arroz, que así no pasa ninguna despedida, todo es aliento de marcar las cosas como si de amigos fuera.
Una sonrisa con manos apretadas y se dijeron adiós, luego la Gran Marcha hacia el centro de la tierra, que la China es tan grande como el mundo, y ellos, todos iguales; como pareciera insulto, me guardé esa referencia, no fuera la de malas y el gobierno se viniera. Aquí los vaqueros son de algún caballo que se adhiera como amigo, no como en la cordillera, aquí no. Aquí no es de ésos. Un caballo se arrienda,  si sirve a más de uno y en comunidad la solemnidad no asiste, ni siquiera lo del caballo. Se le da de beber a como igual, como de lo mismo; se levanta del suelo lo caído y sin más come y come, hasta que el dueño se lo impida, no hay de otra, es sólo así. Porque el agua es redonda, dondequiera que hay agua la redondez habita y si no la carne. Así es, del preludio de voces del arrozal se desprenden tonos de voz que irritan, y consagran al que los ve víscera y cantos que son como los pies de ellos. Y de la hoz no hay que clamar, se hunde hasta el cartílago que sea subversivo, qué se le hace; cuando pasen mil años, los mil quinientos van a estar aquí. De la hoz, sólo eso, corte profundo, de la mata de arroz se cuelgan sabores de margarita y al son del trueno la melodía avanza y timbra. De la pizca, la gente se entera de lo que no, como están agachados recogiendo las ramas con semilla, tienen tiempo de hablar de esto de lo otro y cual más de aquello que los incita a ser libres de tiempo en tiempo. Lo hacen con fatalidad. El agua les llega hasta la mitad de las piernas. Es lo más parecido a las labores de los pescadores de mi tierra. Aquí, no hay cerveza, digo, a esta hora, lo que hay es un líquido blanco, producto del arroz que quizá produzca el mismo efecto de la cerveza... a la sed, sólo por eso; estos vaqueros también caminan entre el agua con lentitud cansada. Contrastando con el tono de sus voces. Los de mi tierra, reflejan la fatalidad en el tono de su lengua, éstos en sus movimientos lentos y firmes, como la muerte que ronda sus espíritus. Así presagian el sentimiento de los sin destino, de los que sólo tienen al agua como guía y como cómplice. Después, cuando el sol se incline, vendrá la cerveza de arroz. La distinción es porque los de mi tierra asumen al licor como pausa a sus quehaceres, mientras les duelen sus ansias y la fatalidad de sus querencias. Aquí, ellos son, primero a la pizca lo del agua, después la cerveza para aguantar el sol, aturdirse del silencio de sus tierras. Allá también, allá es inclusive que aturda la soledad, todo es a solas, éstos no son solos.
Una como nostalgia me arrecia los sentidos, una como tristeza me vuela por la cabeza. Me veo en ellos, son mi espejo; como los sin destino, y sus movimientos parecidos a aquéllos, a los míos, y pronto, como si fuera borrachera, volverán a reír al influjo de lo agrio de la leche de arroz, que por ser algo fermentada, también deja pasar desapercibido lo negro de la carne, lo negro del destino, lo que no se aguanta solo. Y se me viene a la mente que soy como uno de ellos. Ya estoy con ellos. Ríen y ríen. Las carcajadas son por lo del licor. A empezado a entumecer lo negro de la noche y la amargura, a comenzado por ser pronto que pase la noche sin una mueca de rictus la garganta, y así se van quedando, la lengua se vuelve lenta y traspiés, ya las palabras son de trapo, y el bufón vestido de felpa lleva entre sus risas confundidas las palabras. Yo observo. Desde hace rato han dejado de mirarme. Ya no soy como cuando llegué, quizá destino, quizá esperanza; no, ahora ya no soy eso, no soy nada de eso ahora, soy como uno de ellos, ya somos comunes, y si hubo prisa, esa ya no se levanta, estoy confiado y confiando en que la noche será corta después de lo bebido, como siempre fue, sólo que en la mañana, cuando me recoja de mi aposento, veré en ellos otra cara de soledad entumecida y encerrada, los barrotes de su prisión serán el báculo de mis recuerdos de allá, de mis angustias, dolores, de mis gritos de borracho con una bestial cruda que sólo se cura con otra más en la mañana… que sean las siete.
Pol-Hua, como si yo fuera el invitado, me presta aliento. Con suprema bondad, como nunca la vi ni siquiera en mi tierra, se esfuerza a darme una palmada en la espalda, otra y la risa, sí... es otra cosa, pienso que tiene que ser así; una risa que espante todo, que después de ella no quede nada. Pienso en los míos, corrijo, si de risa se tratara no habría desolación en aquellos campos de vapor de agua y humedad de tanta que no deja secar el calor que impele de lo descuidado de la calma y el sopor que se ventila. Allá es la cerveza, aspiro con el pensamiento aquí en plena cara. Lo veo y lo analizo, es la misma hora de la cerveza, la hora que media entre las tres y las seis, cuando la desesperación deja salir todo, a uno mismo, como si el telón lo quitara la cerveza para dejar ser a ése que se lleva adentro. Así estoy, ellos sólo ríen. Dicen cosas buenas que no comprendo, sólo algunas, pero qué le hace, habiendo risa lo demás sale sobrando, lo demás no cuenta. Pol-Hua me hace una seña, lo entiendo, dice que yo hable más, me anima. Con Español perfecto le digo que estoy pensando, y él en trostimoche al hablar me dice que tengo cara de tristeza. No, le digo, es sólo que pienso en los de allá. Lo demás me lo guardo. No puedo decirle avergonzado lo de la soga amasijada en el cuello la garganta explotando una mentira por allá, y los míos riéndose de él, del que pende de una viga y la soga fría atravesada en la garganta como una muerte sed de la cerveza que la arrostra y atosiga y embeleza... fría como la piel, una vez a cuestas las entrañas del vaquero que ya la lleva, ya está en su cara atravesada la garganta; muerte fría como el sudor de la botella que escurre y no cuesta nada...