A
Maribel
Chale
vaqueros. Estábamos a la orilla del río, más bien en el barranco. Había yo llegado
por todo el camino real chacualeando el lodazal. El caballo lo hizo con gusto.
Su paso acompasado rechinaba con la oscuridad de la noche. Iba solo. La rienda
suelta. Todavía respiraba el olor a lodo y a monte escurriéndole el agua del
rocío de la noche. Ya estaban todos los Vaqueros. Sus caballos arrendados en el
poste de la casa. Sentí la caricia en mi nariz de la caña cocida. Y desperté
del viaje de la noche. En el patio el alambique estaba en su punto, ya
destilaba del zumo de la caña. El olor que despedía era dulce y penetrante. Los
Vaqueros se acercaban a llenar sus vasos del transparente y tibio liquido. Era una fiesta en que se tomaba y se
comía, por eso, al otro lado estaba la matanza del puerco, con su fritanga al
lado. La luna también estaba ahí. Del interior se desprendía el sofocante humo
de velas, de las que rodeaban al muerto. Las mujeres rezaban: "Dios te
salve, María erres llena de gracia, bendita tú entre todas las mujeres y
bendito el fruto de tu vientre..."
Los
familiares del muerto lloraban. Su congojo lo sufrían solos, y más las mujeres.
De entre ellas me llamó la atención una moza de quince años. Entre rato y rato
se acercaba hasta el ataúd y lo besaba sollozando. Muy bella... y más su imagen
sollozante, sola como el cuerpo que reposaba. Me acerqué y me senté a su lado. Pensé en el río
avanzando lentamente. Como un remanso. Todo el río era un remanso. Los gallos
cantaban y por el medio del río se deslizaba un grupo de cayucos cargados de plátanos,
maíz, madera y los ojos de los remeros que iban al mercado de la ciudad. Ella
no me sintió cuando me senté a su lado. La tomé de su frágil brazo, y
lentamente volteó con su cara fina y triste para mirarme. Yo estaba un poco
mareado. Me clavó sus ojos grandes de miel, que apenas resistí de tanta
tristeza. Es mi papá, dijo sollozando. Saqué mi pañuelo y delicadamente la
sequé, con el temor de que al rozarla con la tela, su cara se borrara. Ella no
dijo nada, se dejó enjugar las abundantes lágrimas que corrían por sus
mejillas. Me dijo muchas cosas que prefiero no decir. Quizá del inmenso dolor
que sentía. Mi alma se apretujó como
aturdida. Se recostó en mi hombro y sentí el dolor de la muerte encajarse en mi
pecho. La garganta se me agarrotó a punto de que mis palabras no lograron
salir.
Afuera
los Vaqueros reían y cantaban. De pronto sentí a los humos entremezclados. De pronto me
pareció que todo estaba inundado de humo. A mi cerebro llegaba una sensación de
olores que se rezumaban de todas partes. Los Vaqueros reían. El alambique
seguía fluyendo y se oía el tronido de vasos que chocaban, el rezo estaba en
continuo. "Dios te salve María...". Se oía el crepitar de las llamas
que alimentaban la paila de la fritanga...y las velas, tibias y fijas dejaban
ir ese olor de muerto que se siente desde lejos y nos trae a memoria la
presencia de la muerte. La joven seguía recostada en mi hombro. Había dejado de
sollozar. Entre ratos suspiraba. Miré hacia afuera por la ventana. En lo alto
los luceros alumbraban. Los gallos entercados se tragaban a la noche de tanto
cantar. En el remanso del río, los cayucos se hicieron mas abundantes. Imaginé
que también iban a un entierro. La muchacha se quedó quietecita por unos
momentos. No sé si pensé o se lo dije: "Mira niña, la muerte es eterna
como la misma vida. Hoy tú estas muerta, la muerte invade tu alma, pero mañana,
cuando despiertes del cansancio volverás a vivir. La eternidad es larga como la
noche. Como la vida. La muerte sólo nos dice que estamos en presencia del ir y
venir de los días que todo lo curan, que todo lo remedian, que todo lo cubren.
El polvo de los tiempos va cayendo y dejando enterrados a los filos del dolor
que hoy lastiman, así como lastiman los filos de los días. Mañana tendrás
buenos recuerdos, incluso de esta noche; mañana, cuando la noche caiga,
sentirás alegría por permitirte recordar el llanto de esta noche, y acaso
vuelvas a llorar, pero te aseguro que será de alegría. Tu dolor se habrá vuelto
alegría; así son los días. Confía y verás que nadie te deja. ¿Ves esos hombres
reír ante la muerte? Así reirás tú mañana cuando despiertes del cansancio de tu
alma".
Se
levantó y fue hacia la caja donde estaban los huesos de su padre. Yo me fui
hacia afuera. Los cayucos pasaban y pasaban, iban repletos de frutas de las
rancherías, no sé por qué pensé: "También ellos van a morir allá abajo...y
retornarán vacíos". El alambique seguía rezumando.
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