Paraíso.

Paraíso Tabasco, México. Playa, pantanos, comida, diversión, pezca...

lunes, 16 de julio de 2012

Hassin



Turkestan se yergue en su desierto. El cazador Hassin… pende de su brazo derecho el arma cazadora. Su arma se levanta como levadura en harina para el pan. El arma en puerta y perenne, vasija puesta a la sed como el frío de la cerveza. Hassin invita y cuelga el arma para lo que viene. Los ojos de él hacen juego con el azul y los de ella, no son del mismo color… es que el café combina con el azul; perdidos en el horizonte de la pradera que no hierve; más allá están las colinas de Turkinia. Él también es un vaquero. Su caballo avanza con esa lentitud de los años. Abajo de sus ojeras se carcomen las arrugas de los mil vientos que han pasado y recorrido otras mil este inmenso valle del que ya anuncia con sus hielos eternos en la montaña, la cercanía del Polo Norte. Hassin y su arma cazadora son uno solo. Los ojos son uno, los del arma y los de él, cuatro que se pierden en la inmensidad del frío desierto por  algo que se mueva, él observa el movimiento, los ojos penetrantes y aluzados atisban a la arena por si de pronto algo se avecina. Por si se ofreciera, el Vaquero Hassin enseñó a su compañera las artes del buen vivir, no es sólo una arma, es la compañera en este arenal del que sólo reviven los que tienen buenos ojos, como los de él y ella.
Esta es la tierra del monzón, aún no llega. Las flores tiritan con el sol a plomo. En verano, cuarenta grados a la sombra, en invierno, cuarenta grados bajo ceros. Las semillas yacen a la espera de que una gota las levante de su largo letargo que ya suma los cinco años y tres días. El erial se asoma al azul de Hassin. Sus ojos como dos aguas a mediodía, la lentitud de todo como arena. Aquí el sol es apenas una brisa que calienta, el desierto aquí es por lo del sol que seca todo lo que toca, no es el calor lo que abandona a su suerte el desastre del demonio-cumbre abismada en su larga sed de arena. Es el frío del Norte que se asombra de asistir a esta hora en que Hassin con su arma calibra lo que ve del horizonte, cuatro ojos que parecen tenues armaduras para calmar el ansia por lo inmenso del valle. El monzón no está pero se anuncia. La zorra de piel como la que lucen las mujeres de París en el Crazy Horse atiza sus temores, sabe que cuatro ojos asoman allá a lo lejos en la cumbre. Paso a paso, el vaquero Hassin subió la cuesta, su caballo como sombra pegada a la planta de sus pies lo llevó hasta ahí, ahora la espera, los ojos que se clavan como espera. Una liebre está allá también, se anima Hassin, levanta el arma. No. No va, es poca monta, es mejor la presa de la piel de plumas. Mil dagas son el arma de Hassin, cada una se enterrará en la carne que toque, menos en la de él. Ahí mismo la columna de un lobo aunque así lo sea, quebrantará su lomo, y entonces así, el lobo descuadrilado, bailará la danza de la muerte, que un lobo con la espina en dos, es como si fuera oveja al rumbo de los ojos que ya no ven y el oído sólo escucha el sonido de la muerte. El erial se alarga. Por ahí una serpiente para pasar el rato, tampoco va, mejor a la luz de su paso alargura del camino. El arma presta, con ella ve Hassin el lomo de la tarde que se inclina como si fueran las dos. Aquí la lluvia del monzón se anuncia sin truenos ni premuras, es sólo el viento que pasa y traspasa los sentidos de la arena; entonces las semillas se asoman y la flores se revientan de ganas que la alumbren y todo se colma y todo nace y el monzón se mece en el despabilo de las hojas ahora vivas cuando sea. Él y su arma son invencibles, atada a su mano es daga de la tarde, hasta el sol enmudece al lanzar su arma, se oculta a los ojos de Hassin, que son ardores una vez puestos los ojos avizor a su presa.
Muy distinto a aquellos los humedales de mi tierra, no, aquí no hay eso, de eso sólo allá, pero la muerte atisba al otro continente de otros ojos, y la ven cuando llega y se asoma por todos lados a ver la caída del presente. Hassin es el aldabajero del valle, él tiene la entrada, con su arma atisba los rincones, los arenales se arremolinan en su derredor para subir a la colina desde donde ahora mira; él como sus Mongoles antepasados lleva en las venas la sangre mongol que se dormita; de sus ojos congelados como dos granos de arena del desierto, salen todos los guerreros de la tarde, los ojos de los dos recorren el valle como una tempestad de caballos de mongoles, ahí a su vista aparecen los de siempre, y el valle de arena se estremece a la vista del guerrero que ahora está a la caza; ningún aroma de la arena que se aloja en sus resquicios, son murmullo a los oídos de Hassin, todo aparece como desfiladero, todo es un asomo al arma que lo anida, que lo acompaña, que es su cómplice. Él bien lo sabe, sus ocho dagas se clavaran en la víctima según sea para el asado de la tarde o para cubrir los hombros de una mujer esbelta que se ve en el París de noche en el Crazy Horse o en el Moulin Rouge. Como el demonio remolino el arma viajará por sí sola con su alma endemoniada por lo aprendido de los días, hora a hora, minuto a minuto, él como si fuera el arma ha visto de sus propios ojos el vuelo y el demonio que la lleva, el planear en la pradera avistando aquello que se mueve, y todo, hasta el mismo viento se deja atravesar, y herido hiende el aullido por la garra que se hunde ahí donde habita satisfecha la vida acorde con los ojos del cazador. Aquí el arma con el brazo que lo lanza es uno solo, son uno y los dos, el boomerang vuelve a su brazo, a su abrazo, no es de ella colmar el cuello del que le da su nido, del que presta alojo por aquello de la compañía, un beso que le planta Hassin en la manga de su aroma y la muerte desaparece al influjo de lo abismo. Los dos han aprendido, ella de él, él de ella, los dos son dos y uno a la vez, uno sin otro se muere de tristeza, de hambre y de miseria… los días que amenazan. La arena juega a morir con un terrón adelantado del monzón que ahora ocupa. Hassin mira la arena, pero es un mirar vacío, no es eso lo que quiere mirar. Su vista se llena cuando levanta la cara, el horizonte es su mirada, el horizonte llena el vacío azul del alma que lo clama. A lo lejos una nube se adelanta solitaria y vana, el sol a las dos ya no es peligro para nadie. De otra tierra o de otro adelanto habría cosa que lo lleva, ésta no, aquí nadie lleva a nadie, aquí es sólo soliviantar al sopor frío del aire como quiebre de agua en la garganta. Aquí es apresurarse con los fantasmas para que nadie se muerda de ganas por parir el día en seco, eso es. Hassin lo sabe.
Ahora el arma. Es como demonio dando vueltas por el aire como si fueran siete cuchillos... mejor dicho ocho. Arremolina a la presa, la acosa, la sostiene, una vez acosada, la distiende a que la muerte no sea de amargura, ya se dijo, si es de caza para comer, directo al grano, primero le calcula la espina dorsal, pero eso de "calcula" es un decir, es en un cuarto de segundo, el movimiento lento de la muerte es como de una zarpa de diez filos, un sólo instante, después ya es de noche; la bestia alisa sus filos y le carcome la garganta para que el degüello aturda. Una vez degollada, Hassin asiste a compartir la presa mitad a ella y mitad a él, digo, eso para que el negocio rinda, si no, luego la bestia se alucina como de traición que se pensara. Una vez pagado el precio del favor, Hassin le da un sólo vuelo rasante para configurar la despedida. Pagados uno a uno, si no quedan cuentas pendientes, a lo que viene. Se arremolina en su brazo como si de espada se tratara y como si su brazo fuera la vaina del machete. De lo otro ya no hay nada. La caperuza a su lugar y el halcón duerme a la orilla de su dueño. En otra hora, Hassin quitará el caperuso de su lugar y lanzará el arma, para que el viento se duela del chillido del ave rapaz que va tras de su presa.     

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