Paraíso.

Paraíso Tabasco, México. Playa, pantanos, comida, diversión, pezca...

martes, 24 de julio de 2012

El mar




Ya van varios días que estoy embarcado. El barco se arrimó en “El Paso del Macuiliz” de Villahermosa, que es la capital de Tabasco, ahí me embarqué. Ahora estoy encerrado en este mareo de mar alebrestado. Tanto barco, tanta agua y tanto mareo no me cabe en los bolsillos. Tanto mar se me vacía de los ojos. Mi caballo de vaquero también hastiado. En el avión no quisieron aguantarme, era un tiro, y no se lo aventaron. Ahora aquí entre gritos de marinos que se levantan a cualquier hora sólo para el cambio de guardia. Mi caballo abastecido con avena, ya no quiere; lo de él es la llanura de Tabasco. Las húmedas tierras y a bocanadas de agua como ahogado. Lo de él se muere si no relincha; lo llevo, está encerrado en una puerta de fierro, mal haya aquéllas de madera, y las de plata en el argentino a los oídos, las puertas de golpe que había en cada pasada del camino de un potrero a otro, mal haya, todo eso se ha perdido, con decir que no hay ni rastro de caminos reales, los de lodo hasta los hijares, los del pasto gigante sudando rocío a las seis de la mañana, los de la encierra de becerros, los del trote al galope para el lazo de las vacas... mal haya, ya no hay de esos; ahora el único chalán que sufre es el del agua que alebresta la proa. De ahí para adelante. Los vientos de sotavento y si no del otro lado, sólo eso existe. Las estaciones las anuncian los pájaros cárdenos de alas de gigante, “es una isla”, dice un marino entumecido de tanto tiempo sin ver mujer, a mí me pasa igual.
Son meses de navegar para llegar al otro lado. Al avión se culpe por esto. Mi destino el Guadalquivir, tomaré por esas sierras pequeñas del suelo viejo y arrugado y abrevaré la historia no contada. Así me sumiré en ese espacio.
Pero no es lo mío adelantar lo que propague, mejor la espera del orgasmo, para qué sucederlo como espías, allá está, allá llegaré. Si así no fuera la prisa cansada lo dirá como en un sueño. Después de la basca, que para esto soy pendejo, viene la calma del sueño. Ni modo, es un mareo incesante y tímido que no deja lugar a otra cosa, es un eterno movimiento que se siente en el estómago, un virar hacia ningún lado. El barco salta, pero son saltos de gigante, la ola lo comba pero casi ni se siente, a menos que parezca lo de un vómito inesperado, así es, a cada rato el capitán anuncia la hora; al mediodía la comida es un tormento, a las tres ya está uno con el mecido suave que no fuera la Montaña Rusa, mejor es eso, y yo aquí entumido; lo que pienso es qué será de mi caballo, no puedo ocultarlo, soy vaquero, tan así de nuestras cosas que éstas se parecen más al infierno.
Un albatros se ve allá a lo lejos, lo sé porque es el único que se atreve en estas soledades. Me quedo pensando en esa ave. Ahora volteo y viene hacia acá, seguramente se posará en el mástil y el marino de guardia gritará ¡tierra a la vista! Que dicen que ese pájaro las anuncia, se las anuncia a ellos para que así la canten, pero falta medio día para llegar al primer puerto –supongo–. El barco se menea con un lánguido movimiento que se le sube a uno por los pies y las rodillas ya son de lodo, así hasta que todo es mareo y la boca se hace de agua y la guácara se viene. A estas alturas del mar, ya sea suave o con la tormenta que atacó allá por las Bermudas, ya no se sabe a qué le tira uno, si por mí fuera no me atolondraría de tanto tronido y los mareos con la marea alta, también de esto se vive, pero mejor fuera miedo, que a ése se le ataca sin remedio, pero esto que sube sin que uno se dé cuenta sí que es un problema,  aquí lo que cuentan son las cosas del marino, que para eso se pintan solos. Se espera el sueño, sólo eso es lo que salva del infierno, que las pastillas para el vómito sirven para las dos cosas, pues además dan sueño, se aligera el estómago y se aligera el alma. Ya imagino -se sabe- del sufrimiento de las preñadas, estar así tres meses y en tierra firme, sólo el ansia de la vida y sus misterios pueden con tanto jaquetreo. Uno aquí con el espanto hirviéndole en la venas por lo que viene enseguida y ellas tan de a solas que no hay quien las salve de ésas. A lo mejor del movimiento suave sea lo que va de prisa, quizá, pero para ésas no sirven medicinas, sólo la ilusión de llegar a las tierras soñadas como ellas que esperan al parto para verlo llegar sano y salvo a entibiar con ilusiones las mareas de otros tiempos.
Sí, cada día bajo a las caballerizas. El mío tiene ojos tristes, que ya de por sí lo son; me mira como pidiendo esquina, yo le contesto: “qué le hago si estoy igual”, y el pobre me pone la nariz para que se la acaricie, con eso me doy por bien servido, espero que él también y que entienda, creo que sí, no sé por qué lo pongo en duda, si de por sí ya estaba hablado con él, pero el entendimiento se me nubla, yo lo traje aquí, a este maldito infierno que se me anuda en la garganta, yo lo traje, por eso una como culpa se me anida en el pecho y aunque digo que es por el bien, me asusta que le llegue un torzón y se me muera a bordo y eso sí que no lo aguanto.
Mi sangre parece agua detenida, resuma, crece y se detiene, me inunda y afuera el estómago con todo y lo que contiene. Por mis venas el agua de mar se vuelve estación del tren que a veces corre, otras avanza y otras retrocede. En el meneo del barco que no se siente ni se asoma para ser caída, el agua interior también reclama a ser oída. El ruido mi corazón sonando noventa y cinco veces se parece a las ruedas de hierro del tren. Así me quedo dormido y el sueño es bálsamo de quietud a esas aguas que se quiebran en un mareo y basca de arrojar lejos la náusea de lo que es desconocido. Ahora estoy en la cama, la náusea está agotada. La ola me parece un pulpo que se agolpa sobre mí. En la mesa está servida la cena de dados, naipes y cangrejos. Una mujer en pantuflas se me acerca y me pide de beber, la sangre de la copa está congelada, aun así, ella la toma y bebe. Yo me acerco a un pez de madera que cuelga del techo y vuela, lo tomo y lo bebo también como cerveza. Los naipes son ases y reyes, coinciden con los dados, es como aquella canción: “Una sota y un caballo/ burlarse querían de mí/ mal haya quién dijo miedo/ si para morir nací...” . El pulpo se abalanza y vuelve al agua, ahora el agua es hielo herido de muerte y sangra, el pulpo y la babosa se intercambian miradas afelpadas, no sangra pero de su ojo izquierdo mana otro ojo que es también de agua, ojo que mira con burla, igual que el que está allá en la pecera de Veracruz; así como si nada escurre hasta el fondo del mar y mira todo lo que toca. Veo a mi caballo con un tenaz freno que lo desquijada por el galope que lo envuelve y lo desboca. La mar que da tumbos y olas como baches. Los cangrejos de oro que yacen oportunos desmerecen al sol que los entibia. La ola se muere en el vaivén del barco que la entume. Un bamboleo se aparece a mirar que se apacigüe. Asisto a piedra y lodo, los hijares del cangrejo están llenos también del mismo lodo, la puerta de golpe es de oro, mil caminantes de a caballo golpean la puerta y argentina presume del sonido del golpe al cerrarse tras de sí de los vaqueros, madera como de guitarra o marimba en la garganta de estos sueños; luego detiene su marcha a golpe de bajeles de oro diamantado. Sonido de marimba suave y acorde, no, aquí no asiste lo argentino de la madera, es sólo golpe seco como lo húmedo de la silla del potro y el olor que me llena los pulmones mezcla de mi sudor y del caballo. El barco se desliza sobre un cerro de colores, las piedras se parecen al hielo que hundió al otro barco. Aquí todo pasa, los árboles son de espuma, las cimas son montañas y el barco corre, vuela y acaba varado en mitad de la playa atascada de peces muertos. Ahora un elefante se acerca flotando sobre espuma, el animal está dormido, parece oso de felpa, así como si nada, se apresura a ser como regalo para mujer de quince años, sus manos arropan su cara a como duermen los niños de un año de nacidos. Los marinos celebran las bodas de oro de la quinceañera que los mira, del plafón salen las notas musicales de un vals Vienés; el candil suena sus bobinas y arden como mechones de la edad media entre momias descarnadas. Todo es blanco, el color de la espuma se extiende hasta la cubierta, un brillante azul cuelga del techo con luces blancas y moradas. El perejil se encanta en la maceta que está a la orilla de estribor, sacude sus espinas para que no hagan daño a la de la fiesta, es una mano leve y sonrosada, dedos largos, palma suave, dorso de serpiente, se mueve como pez en el agua, y dice cosas de la canción que suena, baila, y su baile se parece a la danza de los ojos del pulpo que huye hacia el fondo.
El puerto se acerca, lo sé porque una jirafa emerge de las aguas, su cabeza se divisa como si tuviera que subir el agua a su garganta. Hoy es lunes, día especial para aguantar los dolores del parto que se anuncia, si fuera martes un pico de loro de copete amarillo impediría que todo se consumara como el cáliz del dolor de Cristo. Ya llega, el nuevo día se acerca al puerto, de la zona de oriente una columna de humo se parece a las nubes de los ojos de los ciegos. Ya llegamos, si abro los ojos es que ha amanecido...
Me da vergüenza que una mujer como ésa, cadera lenta de ladera pulcra, hastiada del viento, eterno y tenue, que el brillo se acobarda a reflejarla, el talle remilgado con el vestido pegado a la cintura, lo que hace más suave el sopor de sus labios entreabiertos cuando dicen su nombre: Elisa. Sus caderas se mueven como el barco, con el mismo contoneo, así... como mareada; me da vergüenza que hable y se me entuma. Me insulta su vientre plano y más cuando llega al pubis, como que ciñe y da forma también a su cintura. En la palma de su mano la bandeja hace equilibrio perfecto para retar lo hondo del abismo y al piso de cubierta, sus ojos dos luceros dormidos a las seis de la tarde. Trae dos copas llenas de licor de raíz de palmera de océano. Ahí empieza mi borrachera, en mirarla y en desearla por mi mano escurriendo por entre sus brazos e ir a estrechar la hondura de su muslo, por si algo faltara. Ahora la ola suena estúpida y redonda, los pasos de la joven se alejan, ya han dejado sobre mi mesa la copa con la cola de mi caballo adentro, me la tomo de jalón. La otra muchacha, la que me pide de la copa, sonríe y me embelesa, ahora todo me da vueltas pero sin ganas de vomitar. La crin de mi caballo es la otra copa, ella bebe una perla enrojecida, sus lágrimas escurren hasta el cristal y se evaporan antes de que  llegue a tocarlas con los labios. Una maraca suena y se agrieta de tanto jaloteo. Ella deja caer la zapatilla, el licor hace su efecto, ahora sonríe; su sonrisa es blanca, de sus labios salen polen y néctar de cocina almidonada. Sus piernas bien abastecidas, de torno perfecto como el río de mi pueblo. Lo entornado de su muslo no cae abrupto, va sin prisa, ninguna hendidura en esa carne. Vuelve la mujer de la bandeja, me bebo de un tirón la cola del caballo, ahora ya no es mío, por estas mujeres soy capaz de todo, hasta de endulzar la piel de mi potro para envolverla en un sobre, pasar la lengua en ese almidón de dulce y depositarlo en la primera posta del correo que se anuncie, y así, se lo lleve como regalo. Ya veo doble, el ajenjo de raíz de palmera es fuerte, es el mismo que me dieron allá en Marruecos, ahora me lo tomo de un jalón, a lo mejor despierto ciego, si es así, los ojos de mi caballo bastarán para ver a los demás; mejor, lo valen estas mujeres para dos ojos tristes de caballo, la borrachera a que endulce el suave oleaje del barco, a que el mareo se convierta en una suave locura a media noche sin testigos.
Ya estoy de ganas. Voy debajo de la cama y saco la guitarra. “Le Francé”, musita la de zapatillas gastadas, el perfil lo dice, su tez es blanca y su nariz también es respingada, pies pequeños como las mujeres de Changhai, así toda esbelta, y su vientre semiplano como aquéllas de los sueños de “Las Mil...”
-Un cuento, a propósito -le digo. Sonríe, el plato de perlas luce con dos tenedores a mi alcance. Sus dientes dos pétalos de rosas blancas. Ahora trae dos copas llenas, la mía es de un color manzana, el líquido es viscoso, la de ella color durazno, el líquido suave y oloroso como sus curvas que bajan desde arriba del talle y se suavizan una vez sobre sus piernas. No sé qué horas son, eso es lo bueno, decirlo sería un pecado, “me voy”, dice; de sus ojos ensoñados entre rato y rato se asoman sus pestañas, lucen con un adormilado acento. Ya llegó, está a mi lado. Ni modo, mi caballo luce triste, sentado a mi costado se parece a La Esfinge, no musita nada, aunque también las ve de reojo...
Despierto, ya hemos llegado, el faro lo anuncia, el barco se enfila, lo rojo de mi carne hace juego con la luz del candil que sirve de guía. De pronto todo es un reposo como en los brazos de mamá. El mar se aleja. La calma vuelve, una almeja se me atasca en las botas, la pateo lejos. Mi caballo se desprende de la pared de enfrente y se me ocurre a ver qué le toca de lo de anoche. Lo miro y avanzamos, por fin hacia la tierra. Saco un puño de avena de mi bolsa derecha y se la doy, desde luego, con azúcar morena. Ahora todo es calma. Todo fue ayer. Mi caballo va encerrado en el mismo sobre, asegurado por el botón de la bolsa de mi camisa.

1 comentario:

  1. Los invito a visitar la página www.facebook.com/mispasos donde se publica, por entregas, la novela, La cellista.

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