Yo soy el Vaquero de Medianoche. He vagado por mil
años en este mundo. Soy hechura de los tiempos. Un amor que tuve, cambió mis
modos y mis pareceres. Me volví vaquero o lo que es casi lo mismo: vagabundo,
la diferencia es que yo soy vaquero. Con mi caballo recorro el mundo, los
caminos reales, las vaquerías, los lugares en que otros ––como yo–– vaqueros,
frecuentan.
Esta tierra, la
mía, de mil andurriales y pasaportes sin el permiso de la Cartilla Militar.
Soy bien vestido, bien plantado. Me han llegado a decir "El Elegante",
mi caballo camina despacio por las andaderas y los caminos reales… ahí se
adentra con su paso. Me gustan las riveras de mi ciudad, las orillas donde
abundan los vaqueros. Ellos sólo se preocupan de su día, con un anzuelo y una
lombriz de tierra sacuden las ansias del
comer, una mojarra, que será como el salmón de otros lugares, a la brasa,
cocida en una parrilla de alambres. Así los vaqueros se entrecruzan y así están
en este mundo. Nada les preocupa. Sólo es el vivir, el comer, el dormir el tiro
de la noche apenas acostado, con la sonrisa de la oscuridad que es como la de
uno que se ríe en medio de la sala recostado en su propia humedad de los
calores y del vaho desprendido de la media noche.
Es tierra de húmedos, tierra de cocina con olor a
hierbas y la mujer molesta por servirnos del banquete que se aprecia por ser
como de reyes. No es mío servir de aldabajero, ésas se cuidan solas ––digo––
las aldabas, ni modo que con cinturón de castidad, que no fuera menos para ser
con ella a media noche, cuando el guerrero no lo note, no, eso no, porque el
alfanje se apresta a servir como venganza.
Estaban los otros vaqueros por el medio del agua, el
continente de agua se estremecía por lo duro del chorro de fuego cayendo por el
lomo. A un lado las redes para acopiar lo poco del pez que estaba ya tendido y
preso. Los vaqueros con el agua a la cintura. Del medio del lago ––inmenso como
un campo solo–– se desprendía un sopor de
luz rebotada en el espejo, únicamente el rebullón de los remos hacía
romperse esa quietud, imaginada por lo liso del ángulo de flotación. Abajo era
otra cosa, como si una marea de peces sin rumbo se despeñaran sobre el
chinchorro, se iban sobre él, no se sabe si para atraco, defenderse o también querían morir, eso nadie lo sabe. Los
vaqueros en lance tras lance. Como Pedro… a un lado la canoa, a veces sin nada,
y ni por eso la desilusión estaba presta, una y otra vez, arriba, abajo, a los
lados. Como turbera el fondo del pequeño océano, había de todo.
Imaginando que por ese lance del tiempo había pasado
un carreral de años, los vaqueros iban y venían a la orilla; depositaban lo
grande, lo pequeño y lo abundante, nada sobraba, era el precio del hastío-sol
en la espalda seca del sudor amasijado, por lo del calor humeante del sol
rebotando, en huesos piel y regocijo por lo pescado a golpe de tiro y tiro del
chinchorro lado a lado.
Por el medio del agua en los cayucos estaban otros.
Del agua el remolino del cacao volviéndose agua lechosa de calor apasiguado, y
la garganta arropada por esa frescura de cacao y el agua tostada; así y un
soplo de sombrero oloroso de la piel también tostada por el rayo vuelto cordura
por lo de al rato, una vez que termine la jornada, media fajina que después de
esa hora sólo de locos o amantes de una reina. Eso era, sólo eso era. Porque
después era locura andar con el plomo-sol-derretido a cuestas. Sólo de locos o
de enamorados, sólo por eso.
Una vez llegada la fajina, los vaqueros se estaban a
la orilla del océano a tomar las pláticas de borrachos, como si de fiesta
fuera. Ahí, unos a otros, hamacas resoplando tanto mosquito, platicaban de lo
del día, unos: "Matea, la de quince años ya está buena". Sus ojos y
su carne como dos elotes con la cabellera al lado sin tenerla peinada, aun así,
sin ser de ésas, ya para qué les cuento. Era como una marejada, claro, los
vaqueros contenidos por aquello del insulto a los padres de la casi niña, y la
niña con asomos de la carne; los ojos tenues como dos pechos en flor apenas de
mañana, el colibrí del vuelo raso se asomaba en sus pestañas, el olor a néctar
sin aplomo de fábrica en los dedos, era lo mismo que ver sus manos.
Mi tierra, tan entraña y tan asomo. Que una vez
entrometida, no había nadie para decir lo mucho que seguía. Mis amigos, los
vaqueros, como una pequeña misa cantada a las cinco… de madrugada. Eran buenos.
Porque una bestial canícula de oro se aprestó a llegar hasta su orilla, por
eso, ellos se volvieron silencio. Un vaquero lo es porque el campo lo avista, y
si está la ciudad que lo carcome... deja de ser vaquero. Luego seguir siéndolo
depende de uno… sólo de uno, pero así es difícil conseguirla; la vaquería se
vuelve un entorno de locos que se aprenden cada tonada dicha a cada madrugada.
Hoy, ahí están, ahí siguen los cayucos, arrumbados a la orilla, otros, varados
por la creciente de los días, porque ya no es como aquella de lluvia: nueve
semanas como nueve días de duelo, no, ahora las crecientes son de tumulto de
agua embravecida, envalentonada de tanta cárcel que la cuela, otros que de
vaquería no saben nada, la entubaron, la envasaron, la embalsaron y la
embalsamaron, y ahí se tiene que las crecientes aquéllas tan de nombre, tan de
noche, tan calumnia y tan insomnio por el miedo, ya no existen. Hoy lo gritan
¡habrá creciente! Quién lo dijera, sí, que pasando el tiempo las subidas de las
aguas vendrían a ser como quimera, como saludo o como cosa ya anunciada. Porque
de aquellos tiempos, la creciente subía como sube un árbol que crece cada día y
no lo notas, así eran las aguas. Allá, cuando había lluvia, los potrerales se
encendían con nuevas olas diminutas que no dejaban ver la subida del nivel del
agua. Todo era aprisa y en silencio. Las aguas, arriba y arriba, en tres horas
la cintura, en cinco horas el tapanco de la casa. Así era ¡lo juro! Y ahí
tienen que de abajo la garganta de los ríos, de mi río, en carreral de
desventuras se hacía una hora a llegar la despedida de las aguas. No, no me lo
pregunten, no sé por qué fue así. De ahí vengo yo, mi caballo va conmigo, su
madre lo parió y ésta la quinta generación de aquélla ha cambiado sus
costumbres, en avión, en barco, en la hostería, en el hotel, a la orilla del
Sena, del Guadalquivir, del Jordán, del Támesis, del Tíber y de todos los ríos
del mundo, él se apresta a seguirme y yo sólo pago la entrada, de los demonios
no sé nada. Uno se vuelve vaquero por aquello de las tierras pudibundas, tienen
celo y vergüenza por lo de antes; unos que no son vaqueros, se llevaron esos
sueños, han muerto; sí, desde luego, vida eterna sólo los vaqueros, pero eso
qué tiene, ya dejaron tras de sí la tragedia vuelta rito, todo, hasta las aguas
perdieron todo, ahora todo es a la hora y con lo programado, la costumbre como
misa; el rito invadió esas entrañas, y del préstamo,
ahora el cárcamo de voces que se vuelven aguas, aguas profundas y negras, tanto
como lo negro de su angustia, sí, voz de agua angustiada por lo sólido del
mensaje que se lleva, ya no son líquidas y no es de hoy; cada quien pregona lo
que asiste, no son sueños. De ahora lo que cuenta es que haya miles acumulados
en las cajas y ¿de qué sirven? Ya no hay sueños, eso es lo que cuenta.
La avispa ataca al que pregona su santuario, por eso
es que pasado el tiempo, los vaqueros se fueron de esos lares, pero no fue sólo
irse, también fue pregonar los desvaríos de la tierra, las mujeres, del agua y
sus turbiones, todo eso fue, y ahora tienen que hacen culpables a ellos, pero
no, los vaqueros son inocentes, de la soga y de calumnias, fueron ellos, los
sin sueños, ellos, los que robaron a la tierra con todo ––que ahora llaman
humedales––, los que con prisa de partera se adueñaron del la escuela y los
alumnos, ellos fueron. Porque de así, ellos se fueron, yo soy uno de ellos, doy
la cara, emergida de un lacustre lunar de esta pocilga, desde ahí estoy, y no
es ausencia, fue por poner cada cosa en su lugar, por eso fue, si hubiera sido
amarga despedida, no estaría ahora en desengaño, no, no fue así, es que la
angustia por el agua carcome mi garganta, mi agua, la que corre por mis venas
clama venganza como una estaca que sólo provoca plañideras. Vaqueros del mundo,
estamos a la vera de una angustia, el agua de los húmedos ha sido invadida por
fantasmas, sí, fantasmas cargados de miedo y sin prosapia, ellos, ahí están, a
cada tarde ven que las fecundidades de la tierra no los llenan, por eso a la
cuenta del banco agregan más y más… es que son fantasmas que se niegan a morir,
por eso vagan, y en lo de vagar espantan a los nuestros, pero de esas cosas, lo
peor es lo que anuncian, lo que hacen... deshacen como bestias el inmutable
tiempo de las aguas.
Es la hora en que yo, vaquero, les anuncie mi partida,
sí, hacia todos los confines de mi patria, del mundo, hacia allá iré con todo y
primaveras; vaqueros hay en todas partes, por eso un día se levantarán contra
ellos, los que ahora de las aguas hacen como un día que se arrostra, que se
cubre la cara, que se ensaña como hiena y que gruñe y se anostalgia por la
prisa que se queda como la vida que se lleva. Soñé que un niño me llevaba de la
mano, pero no pude más y me quedé. Ahora a caminar, mi caballo y su montura a
mi camisa, lo plancho en su sobre y lo meto como en rendija del correo. Así nos
vamos y a otra cosa.
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