Paraíso.

Paraíso Tabasco, México. Playa, pantanos, comida, diversión, pezca...

lunes, 30 de julio de 2012

Mercado de Juchitán



Es la letanía. Todo es en calma y sosegado. Están ahí. Todos salieron de un cuadro de Velázquez. Son los reyes de esta tierra. Cantan la canción, sí, ésa.  El maquillaje es fuerte. Los olores, las texturas, los sabores, sonidos…  colores, todo está ahí, hasta el masajista que se sacude el sudor. Siento las uñas del mezcal hiriendo mi garganta, después el soplido del dragón en mis entrañas. Las vísceras del lechón están a la vista, la manteca gorda como sandía, redonda la tortilla. Otro trago, ahora el rasguño es suave. La mujer, también, redonda se afana en moler con la piedra unos granos de maíz. Más allá una joven niña, quizá de catorce años, le da vueltas a la cazuela para que el fino guisado no se haga cómplice del fuego y el vapor… no la endulce en sus sentidos. Allá está ella, con los mismos treinta años de anoche, ahora arrobada en el comal a que la tortilla asista, las pestañas dan ensoñación a esos ojos. El mezcal es un gato que se suelta del tejado por toda mi garganta y va rasgando con sus uñas el presente de lo mío, y ni modo qué se le hace.
Las tortillas tostadas a fuego lento, blancas, totopo que suena igual a su cintura cuando se quiebra.
El borracho que mira a la niña joven tiene en sus ojos dos gargajos de lagañas que hacen mejor esa mirada, la desea; sus ojos, a no ser por las lagañas serían dos brasas, es mejor así, tibios y profundos. Ya sacuden las iguanas las patas, presienten que después de esto arderán por dentro, como si fueran lombrices caníbales. El estudio del pintor no tiene espejos, de ser así haría un retrato de él mismo, a como se retrata la mujer madura ––que sirve el plato lleno–– en los ojos del otro que la mira. La larga longaniza no deja de ser pleonasmo de artadura, nada contradice a los espejos: el sudor, las manos ocupadas en extender la tortilla, la fogata-hogar, la niña de catorce y la mujer de treinta que recuerdo de anoche. Un refresco, no, que sea menos, agua de flor de jamaica. Y si no, un vaso con uñas y estropajo a que raspen el gaznate. Las poliandrias se avergüenzan por ser ahora cocineras. Los huesos  ya son la letanía, enfrente va pasando un desfile de calaveras, bailan y suenan los timbales, se enderezan por si los huesos se quebraran; a lo lejos el obispo sueña con una mujer que parezca moza o asistente del cuarto o confidente, “al fin soy hombre”, se dice, y contimás que no se vea así; por ella da lo que se precie. El hombre obispo ya frisa los cuarenta, es la edad del plagio, precio que paga por dormir solo  y que la religión no sea espanto.
Aquí los frijoles con manteca, el gordo de la esquina con su diabetes a cuestas se dice que sí, el pecado lo vale, que si otro fuera también lo pagaría. Mientras, los portales suenan a barro negro con voces de gente que se anima y pide y canta la misma canción de siempre. El ladrillo del Criollo Español está presente, rojo como la llama que lo cuece. Las carnes colgadas y otras en el sartén se toman por el mango. No fuera ilusión el mole de olla, que con arroz  es lo mejor, que un mole solo es como mujer despierta a las dos de la mañana. Me hago como que no, ya mi estómago pide algo que aquiete a las uñas del mezcal, ya rumio como ésas que se sientan después de comer toda la mañana. El licor revienta las heridas, ya soy un póster mal colgado de una esquina, la vertical se ha ido; la mujer que pasa con su bolso vacío me ve y musita algo, si yo fuera bestia como lo es el que está parado allá viéndose a sí mismo, me le echaría encima para levantar tanta falda que le cuelga de la cintura; no, me digo, es mejor decirle adiós y acaso en la mañana se adentre y me diga que sí, como de anoche, y mientras, pienso en sus nalgas sin calzones que aquí ésos no asisten a cubrir lo que de por sí ya está cubierto con la falda, por eso los calzones salen sobrando, musito: una más.
Le sirven enchiladas, queso y su correspondiente cebolla a que salpique de sabor los labios. Me asomo a la olla, emergen como icebergs las carnes de pollo, de cerdo, de gallina y qué más, el olor lo dice todo.  Acá está la soga, le dice la mujer mayor al borracho. De sus labios asoman sus dientes blanquísimos como La nieve del Everest: enfilados, soldados en formación como cuando se desfila ante el Presidente. La calma de todo se desvive por permanecer, la lánguida carne que cuelga del escape resuma la nostalgia del que una vez cruzó a vuelo la pradera; un vuelo de sopa por la cola que lo muerde es por lo hábil de la carne, para eso fue levantada del polvo, como hizo Jesús, levantando los pecados de "la pecadora", para estrujarlos en la cara de aquéllos que querían apedrearla. Y eso que hoy es lunes, en estas laderas se dan lo mismo la miseria: lo abundante de comida, y el precio es lo de menos, aquí el dinero no vale, mejor fuera un terrón de hielo para endulzar la cerveza, pero no hay, a cien kilómetros quizá lo sea, en este lugar falta algo, esto es un decir, en todos los lugares falta algo, aquí no están las mujeres del Crazy Horse, allá tampoco está esto que ahora veo, en la pradera de arena calcinada de Al-Sahara faltan los olores de estas muchachas y allá en París se siente la nostalgia por los olores rancios de los Tuareg. Nada está completo, si así fuera, digo que si todo estuviera completo y a la hora, el mundo no sería mundo y por eso es el infierno. La que pone a coser las tortillas al comal es la mujer de treinta años, ni uno más, está al redondel del hogar y vuelve a pararse frente a la mesa de cocina y plancha la harina hasta extenderla totalmente, suave y tenue como su cintura, redonda hacia abajo, la pone al comal que reverbera. Luego pasa un pañuelo por su frente y uno quisiera volver a ser esa gota que resbala por su mejilla y posarse con esa misma suavidad del beso en esta cocina de alabastro y henequén que se arroba de tanto mirar y los sentidos y la saliva como si fuera por su pecho resbalando hasta el ombligo; como se dijo, el arroz no puede faltar como la diadema que enlaza sus pelos, ahora prendida, no como anoche que estaba tirada en el suelo de mi cuarto. Otro hombre la mira, y no la deja de mirar, sólo cuando ella voltea y reconoce el almizcle del que la toca apenas con un mirar vacío y quieto y alumbrado… desmerece por ser él el que la toque y no sea la calentura del comal tostado de tanta soledad y llamas. El hogar del silencio con las llamas le da calor a sus mejillas rosadas... tenues como el maquillaje de un ángel salido a las seis de la mañana y dice: “buenos días”, o en la calle al lado de la muchacha que maneja su vehículo corriendo y el semáforo se la planta y ella coqueta saca el maquillaje y mientras leo el periódico la veo de reojo para que no la alcance el aguijón de mis ojos a poco de… no le guste por ser como María.
A lo lejos un claxon anuncia que hay penitencia de no aparecerse en esta hora en que uno se alista para tomar el desayuno porque ha de ser que después de esto, alelado se beba el chocolate en una taza de barro igual, del mismo color, porque después de eso, después de tomarse el chocolate todo sube y acaso el suicidio se plante enfrente, porque Teresa dice que el chocolate da prisa a la soga y a la viga; una exclamación surge desde adentro y si no hay quien la escuche uno será maldito por el resto de los días, el Theobroma se amasija con tanta soledad, mata de prisa y más si uno se enamora, luego ella dice sí, pero no se sabe cuando y así pasan los meses, y qué se le va hacer mas que el suicidio de una cerveza.
Antes de sentarme la miro atentamente, pero es su cuerpo el que me atiza, y atiza al otro que está sentado viéndola, porque amanecer con ella a que el gallo cante sería mejor no hacerlo por aquello de ser tanta mujer y uno tan poca cosa, tanta carne para dos pobres huevos. El guiso está en la mesa… no sirva más para dejarlo a medias y ella tan de buenas no se merece le dejen la mesa servida y sola, pues como es natural, deben ser por lo menos tres venidas, digo, para que sea negocio y si no, la vergüenza se lo pague. La otra mujer, quizá de cuarenta habla en un lenguaje extraño y pudibundo. Se entiende con el hombre que está sentado, cierto, hablan de eso, de eso mismo que yo pienso, lo dibuja en sus ojos y sus labios riendo con mueca de timidez, pero se ve, se quieren esconder atrás de esas palabras extrañas de una lengua desconocida; es un buen hombre, él sí la merece; parecer intimidado por ella es como serle fiel; después del almuerzo o antes, según sean las ganas y luego decir: “vamos a hacer un libro de recetas de cocina para después de hacer el amor”. Pues todo es tan rico que no se sabe cuál es el mejor, no lo fuera ella dejando los besos, casi lengua, escurran por su espalda así como si nada y dejándose llevar a la cocina; ahí mismo sin ingratos a la vista, hacerlo de buen modo como los estudiantes en la escuela a la parada en el baño porque de adónde se va a sacar una cama en esa hora. Todo lo pienso. No sé si seguir pensando o acercarme a ella a que me sirva de eso que cuelga del abismo marchante y lo lleve hasta el otro lado. Será con un mole de ayer, así tostado y trasnochado, igual a ella, igual a ayer, porque es más suave y oloroso como el baño de ella: pase después de eso tres horas a  el olor del cuerpo retome sus remansos porque no es bueno... no son buenos los olores del jabón, no dicen nada.
Por fin, me veo obligado a cambiar de idea. Sigo caminando, ya son las ocho, y así me voy. Ya son las tres, no me la quito de la cabeza, todo ha ido tan despacio ya no sé qué hacer, vuelvo al lugar sin sentirlo y empiezo con lo mismo... Como ayer a esta misma hora. Casi llegando a la estación de ésa: perdida para siempre, cuando la desilusión llega porque hace mucho uno quisiera de ellas "eso" pero así para toda la vida y sin compromiso. “Ay como jodes”, ella remilga. “Cuánto mi reyna”, yo le propongo. “Veinte”, avienta la palabra en respuesta así como si nada. “Así nada más”, reclamo. “Sí, qué más quieres”, ella dice para darle valor a lo  puesto y a la vista por intermedio de la falda. “¿Estamos hasta la madrugada?”, uno quisiera no dejarla nunca. “Hasta que quieras, eres guapo, lo mereces”. Y todo pasa como debe. Ahora ella está volteando las tortillas… ni modo. Todo pasó, así son ellas, y un hasta luego; las ganas no se acaban... es mejor así... Sólo faltó la guitarra. ¿Que por qué huyó? Ni modo, ahora suena como mujer abandonada y necia y pulcra... pero ella ya no está, ni modo...      


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