Este es el sueño azul. La pantalla es así, del mismo
color. Luego la calma de un tiburón no
busca nada. La rémora se alisa con él. No pasa nada. La pantalla de la
computadora no es como allí, plana, no, acá es redonda y como túnel. Es como
una tonalidad de peces azules arredrándose
e irse quietos del sueño de humo y, ella con sus aletas no fueran de
nieve porque un prostituto las puso así. La canción de cuna se mete y una
plétora de rumbos sin colores, sólo así. La pantalla de colores del cine es
muda. “No hay qué ser”, se dice, y se mete a lo profundo.
Allí está él, como delfín rumiando su tristeza; estos
animales así son, en todo meten las narices para el modo apaciguado los haga
parecer así de tristes. Se lo dijo a sí misma: “No voy a irme de aquí”.
Después se fue remando con sus aletas de hule, parecía
un tiburón a cuestas por el lomo de tanta calma. No hubo nadie que lo dijera,
de tan angustia, el soplo se aguantó. Es alucinante ser sirena. De Ulises la
canción y no se espantó de tanta saciedad. Dos, tres minutos... otra mitad,
treinta segundos a lo sumo. Pero era gracioso y continuado. No faltaba más… ser
sirena de tres minutos y así, apareada con él lo vale todo. Así se fue
caminando. Un día se lo encontró allá en el fondo océano, lo predijo. Se quedó
callada. Se asumió como lo igual, igual a los peces de los que no se sabe nada,
nada tienen a la mano, debe ser así como
si nada… no se siente tan de suave, no se ve de tan tenue azul, todo fue así del
mismo modo. Un cardumen de pulpos se adhirieron a su coraza, al fin humana.
Los cangrejos, las caracolas, los moluscos y de los
otros, de los que no se sabe nombre lo dijeron, se lo dijeron a ella; tan lenta
nadaba y suspiraba por uno así: su sueño azul. Lo descubrió, sí, que ellos
tienen falo y que se les mete a la panza el semen de no sé quién, si es de ella
o de él no lo imagino, sólo nadando en esta vaciedad tan grande que anuncia
despedida y el aire se olvida y la nariz tan abierta al ansia de unirse en pulmón,
no fuera deseo de otros millones de años atrás cuando éramos peces muertos en
la arena y de ahí para arriba de la tierra.
Nadaba en lo profundo. Sola. Como si fuera. Del agua
ingrata y redonda y vacía se dijo una canción de cuna y de mar y de profunda.
Nada. Volvió. Se tiró de espaldas sin cartones de aire hasta la hondura. Navegó
por lo profundo como un submarino de papel de lino y de coraza. En eso vio:
había aire para ella y lo imaginó líquido y suave, lo aspiró. No, no esta vez.
Reparó. Y regresó con esa miseria entre las manos. “Él estaba ahí”, se lo dijo,
se dijo a sí misma. No volver jamás; una sed de pez se le atravesó como la
espina de la carpa, así el tenue marfil de mojarra también azul o filo de
espina envenenada el de la raya. El delfín seguía jugando con la pantalla que
le hablaba y él lo entendía, cada señal una sardina para comerla de relajo.
Asida a la cola de sus sueños viajó de noche sonámbula, él la encontró, “no”,
le dijo. Ella apenada sólo movió la cabeza como cuando le caen a uno en pecado
de Onán.
Así cabisbaja se fue de ese lugar. Regresó a la cama.
De ahí se vino el sueño. De ahí al amanecer soñó de nuevo, se revolvió como si
fuera una pantalla de computadora que podía hablar con el delfín. Despertó, se
dijo: “lo haré a escondidas, como cuando se juega a la casita”. Una vez más
bajó con la cabeza puesta, es decir no había temor alguno… hasta ese entonces. En su
interior ya estaba la obsesión pero se aprestaba a diluir la huida con
esperanza de volver… no se puede ser tan inocente que de tanto ser bribón y ser
sin piedad. Por eso prefirió planearlo todo, “sé de aquí y de allá”, le dijo
él. Ya no le dolía en su alma; ella lo había cambiado por un cardumen de
sardinas y mojarras azules; la pantalla de la computadora estaba allá en el
fondo de rémoras y ambiente de mariscos. La marisma unida al caldo con
arroz. Una vez que lo tuvo presente, ya
no tenía pensamiento para otra cosa, una vez todo para ella era eso, se alistó
y lo invitó. “No”, dijo él. Lo miró a los ojos con infinita calma como cuando
nada un delfín sin prisa, como cuando juega un tiburón y la raya como si volara
por el compás del tiempo sin prisa y sin miedo, así, igual, del el aire, nada
faltaba.
Ella misma se alebrestó una gavia, se procuró un
cabrestante, un timón y la vela al palo mayor. Ya para ese momento sus pulmones
salían sobrando, sus pies también, sus manos estaban a punto pero aún servían
para algo, de lo demás sólo ella lo sabía... y como no lo dijo a nadie así se
fue. Antes, se le ofreció de todo. Una botella del mejor vino Francés, un plato
de caviar, una salamandra aterida de coraje, un saltamontes, langosta,
campamocha y todo lo demás; “nada de eso”, se dijo y siguió. A su labio, nariz
y lengua rezumó la nieve de limón de aquellas tardes y la canción de El ganso
salvaje y la de El francotirador, se unieron a su piel a través del sonido…
cuando se ha llegado al fondo del mar, los sonidos fluyen a través de la piel.
Emprendió el viaje. El vaquero ausente.
Se le fue uniendo en esa caravana un torrental de
gentes de todas partes. Los cristianos, los escépticos, los creyentes con
religión propia, todos los que sabían de ella se le fueron uniendo. Ella iba delante
cantando una canción del mar, pues ya había aprendido lo del sonido de las
branquias, lo de lo húmedo de las caracolas, lo del cangrejo, lo del caracol
con su caja al lomo de la cuesta, lo de las babosas, lo de las sanguijuelas;
todo iba ya al lado de ella pero no se dio por enterada. Por eso fue que
amaneció en un lugar y se dijo “no”. Aunque él
lo anunciaba y le escogía por los vados y por las mejores corrientes;
pues no es bueno negarlo, la amaba y un extraño temor de agua lo invadía. Así
como presienten los amantes la muerte, así presentía él la muerte de ella; aún
desconocida, su propia desaparición le era dada así como tal. Ella ya había
aprendido el lenguaje de todos esos habitantes del océano, y en un murmullo
alguien, de los de esa inmensidad azul se lo propuso, y el “sí” de su boca
había salido aprisa, como si ya estuviera puesta por sí sola. Pero no fue un
trato, fue sólo su confianza de estar con el amor a solas; nunca hizo pacto de
muerte, eso puede facturarse. Otra cosa: si del sueño vivió, ahora quería hacer
realidad sus sueños, sólo eso, volver sus sueños como estilo de vida ¿Qué hay
de malo? Nada, no hay. Si se aprenden cosas como estirpe, luego es el llamado
de la selva y más por esas cosas de allá de lo profundo.
De él brillaba el unicornio, unas medusas de agua se
le envolvieron en el vientre y luego fue dar a luz puras medusitas. Lo planeó,
se iría a vivir con ellas para siempre. Se lo dijo a ella y no lo entendió.
Allá de un largo viaje, un pensamiento le llegó hasta sus oídos, pero pudo más
el “llamado de la selva”. Abajo habían moluscos y gitanos vestidos de tul y
popelina, había más, había un inmenso sol azul dominando todo lo tocado. Se vio
a sí misma caminando vestida de tul y perla, se vio a sí misma llevada de la
mano por un tiburón verde turquesa. Y se vio como él nadando con suavidad
vestido de esa agua azul. Casi vio el sueño azul en sus ojos. Un caballito de
mar la acabó de convencer de eso: lo vio preñado ¡Cómo va a ser, aquí los
machos paren! Pues sí, gritaron todos en aquella fiesta, aquí así es, ¿y del
falo providencia? De eso nadie sabe, no se sabe cómo es que se acompañan las
canciones de amor. Un tunante pez sin nombre la enseñó a tocar guitarra, otro a
pintar de luz la estrecha hendidura solar por donde había penetrado el fugaz
nombre del planeta. Y con eso de no ser mujer ni hombre, se dijo satisfecha. La
pecera... sí, se vio ella misma en una pecera, pero no como éstas, no, como
aquéllas, debe ser como suelen ser las que se pintan solas, las que de un tirón
amanecen plasmadas de gusanos amarillos; se arredran a punzar un extraño veneno
como pólvora. Bebió el arcano de una alga que brillaba, ahí lo decidió.
Por fin un día, se fue sola hasta la orilla del mar.
Entonó canciones… sólo ella lo sabía, las dijo en ese extraño lenguaje de
peces, la endulzó con deseos de ser tan fiel como ella misma, tan igual como de
sol vestido a las cuatro de la tarde, tan de tul tafetán que se adquiere en
cualquier feria. Hizo la maleta, a él lo engañó, era un viaje más, equivaldría
a lo de siempre, ¿que si quién puede más? Él lo entendió así, claro, la amaba,
no podía permitirse en ese ambiente de unos solos ser traición por si algo le
llegara a pasar. Ahí fue donde convocó a todos. Nadie lo imaginó. Tomó la
barcaza, se entumió en sus sueños, encendió las velas que llevaría hasta el
mismo cantil de los muchachos tiburones, les enseñaría de esa luz… también
llevaba un costal de azúcar, un carro de abismo y otro de amigos de aquí.
Llegaron según lo platicado. Se abismó, antes él lo había dicho: “son sólo tres
minutos... a lo más cuatro, es todo lo que te doy”. Ella lo oyó alelada ¡Cuatro
minutos! Eran toda la eternidad, lo había pensado. Después de cumplir con el
ritual del agua de mar, bajó por tres minutos. De un tirón setenta metros de
agua vertical estatua, quedaba uno para volver. Pero allá estaba él, igual que
lo soñado, el sueño azul llegó, de sus ojos cubiertos de amor se desprendió un
extraño sopor de mar, las algas se movieron como esa música, como la de ella
misma, se acercó y en un tumulto de miradas sus ojos se fueron con los de
ellos, se amasijó de toda aquella oquedad-luz-azul. Sólo le dijo adiós...
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