Paraíso.

Paraíso Tabasco, México. Playa, pantanos, comida, diversión, pezca...

jueves, 2 de agosto de 2012

El Sena



Para Julio.

Ahora estoy aquí, acostado, recostado. Mi cigarro suelta el ambiente de humo que se aspira y queda en esta buhardilla. La ceniza ya reta al vacío. No sé desde cuando estoy aquí. Llegué en el barco de hace... no sé cuántos días. Mi caballo de vaquero apenas aguantó. Una como cruda del viaje se nos atravesó por en medio del pecho… no sabíamos en qué iba a parar todo, si en vida o si en muerte. Nos encerramos en un pesebre Español que quiso darnos el alojo. Fuimos por la rivera del Guadalquivir, lo vimos todo. Ahí estaban las muchachas, los hombres alelados pescando con una vara.
Un como trasijo se le endemonió a mi potro, un como torzón se le encendió en la barriga, y a todo como medicina a cual más que yo de ahí no supe. Como no somos de remedios ni de encantos, mejor nos dimos a beber cerveza por cuatro días. Luego, esa cruda se convirtió en otra, pero ésta conocida, así ya no hubo nada de esperar fuera cosa distinta de una cruda… de una cruda uno se levanta y se sabe lo que ha de pasar en todo el día y lo que venga. La mejor avena con azúcar, el mejor cognac,  allá le dicen de otra manera, palabreja que detesto por lo de aquéllos a todo nombran a su manera, y de la palabra habla el alma, nunca lo olviden ustedes que me escuchan. Cruzamos todo el breñal y unas como colinas poco empinadas, llegamos aquí donde se está de lo bueno, ya vimos a las mujeres, ya nos perdimos por esas callejuelas, ya cruzamos los puentes, ya cantamos en este barrio todo. Los Campos Elíseos. La Plaza de la Concordia. El Sena. Son unos idiotas estos amigos, se la creen todas. No todo es Torre, también está
 ––mejor–– el río. Pero de plano sí lo merecen. Con esta historia tan antigua y estos menesteres del gobierno, no como aquél del “Divino”. ¡Madres! Aquí de ésos no hay,  aquí la misma gente los espanta. Como moscas se levantan a ir a pararse a otro lado. Que se la saben toda como canción de Edith Piaf… ahora ya está muerta, aunque nacimos juntos ella se dio a la “carrera”, y ya lo saben, si de carreras se trata allá el Roberto que para eso se pinta solo. No, mamadas no, que es barata la leche con azúcar. En este lugar de París se vive de lo lindo. Una maceta y otra. Los jardines reverdecen de tanta mujer con ojos de amor. Eso sí, aquí no hay dos baños al día, escasea el agua. No puedo evitarlo, se me vienen a la mente aquéllos ríos de la ciudad, hasta tres en el mismo tramo, uno a cada lado... No lo puedo olvidar... llenos de mierda.
También estaba ahí. Lo vimos sentado en el café “Pierrot”, ahí estaba sentado, le grité: ¡Hey Julio! No contestó, quizá no era él, era sólo su perfil de tanto paisano metido en esas calles, esos cafés repletos de gente que piensa, lee y calla; pero eso, haberlo visto en la cara de tantas personas, bastó para buscarla a ella también. Nos fuimos a orilla del Sena, en las caras de las mujeres embelesadas de luna llena, ahí estaba la cara de ella; una le hablaba al oído de aquel vaquero hecho de penumbra y de luz colgada de un farol, sí, la misma. Eran sólo dos sombras al lado del arbotante. Oímos sus besos ahogados y dolorosos, como si el vato se estuviera despidiendo para venirse. Si no fuera por eso... sólo dos sombras a punto de venirse. La oímos ––yo y mi caballo–– decirle cosas de encantos y de magias con las manos enlazadas a palabras. Sus manos se movían en la penumbra como un extraño baile de serpientes; él escuchaba y la miraba. Mi caballo, que conoció esta historia, también lo sabe. Mientras lo arrendaba yo en una silla de ese parque, pegada al muro, se bebía la estampa. Él mismo se volvió un figuro, desapareció entre la pared, igual que esos fantasmas que se vuelven nada para atravesarla e ir a otro lugar. No, mi caballo se quedó pegado a la pared, igual que aquellas figuritas de colores, pegadas a la hoja del cuaderno de la tarea. Ahí se quedó a la espera de que yo viniera a despegarlo y a remontarlo otra vez.
¡Ah!, suspiré del vaho, venía directo de la mitad del río. "Ya no está", me dije y le dije a él mirando sus ojos de caballo. Nos sentamos, siempre con mi guitarra. “Usted es un vaquero”, escuché de pronto, me hablaban por atrás, y vi su nariz extraña y realzada.
––Sí––contesté.
Cuénteme de la luna ––me dijo a los ojos––. Ya para eso la veía... era Gitana.
––Mejor cántame la Canción de Antonia ––le reviré.
Se arrancó: “La luna se mueve pero es fría como nieve; en la hondura del mar se ve a la luna, reverbera con los destellos de peces somnolientos, ahí en la dulzura del descanso se menea como pez, pero el pez no ve al agua, ve a la luna y la hechiza, sólo ahí la luna es luna,  porque  el pez retrata sus ojeras.
Cuando te vayas verás un crimen solitario, crimen de reinas asustadas, que aceptan al príncipe valiente, pero éste va en pos de las cucayas. Hoy el día es leve, rayo de sol solito que se cuela por entre el sauce, y el sauce es una escama que se retrata en la luz del sol que pare al día, por eso estamos aquí, y somos culebras asustadas con los dedos  en señal de cruz, como loto que se muerde  y muere de verdor... como la espuma muere de blanca. ¿quién eres? No lo digas, si acaso un paso hacia el mar que allá te espera, o si no, resabio de coronas ¿De muerto? ¡No! de reyes, de reyes que esperaron a estar bien escondidos al abrigo de doncellas palpitantes, y un día el jacinto del pantano esfumó sus primaveras; no, no te vayas, si acaso te vas, un lamento de río sonará en tu espera, no te conviene; sólo el narciso se ve en el agua; los tulipanes ven llegar los colibríes y nadie los detiene, de ahí rezuma el néctar, de ahí se ve la espera, un tulipán sin colibrí se muere de tristeza, nosotros morimos en cada espera. ¿El amor? Acaso necesitan agua los desiertos, acaso el agua acude a preñar los granos de arena. Hoy tu sol, este sol no morirá si antes no te asombras de ver caminar la espera, de ver cómo se mueven las sombras, al ver morir tu voluntad. Hoy tu sol, este sol morirá únicamente si no es tu primavera, pero allá en el fondo del mar hay sueños; la luna sueña que platean los peces blancos... y los peces ¿verán la luna? ¡No! son peces ciegos, ciegos de nunca mirar, la noche exterminó sus ojos, la luz negra del fondo del mar. Una hoja verde es un cuenco de nácar donde asoman mil niños ansiosos de mirar, pero no miran porque el mirar no es de ellos; solos, se ven a sí mismos, sin que ningún transeúnte les diga que pueden mirar. Tú que estás junto a mí, mira mi lengua, verás que la saco de burla como mujer espantada de verse a sí misma; así, hoy, no mires al sol, te quemará los ojos, y ciego morirás, y me preguntas ¿se muere de ciego? No, la ceguedad no enferma la piel, tus manos tomaran la luz, así como toman el agua. Sé que un sol alumbra tus entrañas, sé que la noche de las sombras no están debajo de tu pié, por eso la luna es luna a veces, nomás cuando retrata una escama de mar, nomás cuando un pez deshace lunas. Hoy partirás de aquí, te irás con rumbo adonde se pone el sol, y ya al atardecer tu voz partirá en un vuelo de garzas, garzas que comen y duermen de pié y nadie les dijo que el pez se traga de cabeza, ni como cambiar de pie en el sueño. Aquí las flores mueren cada año, mira, ahí la marca, y allá en el cauce, el jacintal en retahíla, no parará hasta llegar al mar ¿para qué?  Para morir reseco en cualquier playa, ¿reseco de sal del mar? ¡No! reseco de sol.
Me hizo recordar todo. No pude irme vacío. Canté. No sé cuántas. Pero ella aguantó. Se lo propuse... qué más si era de noche.
––¿Cuánto?
––Ya sabes.
––¿Toda la noche?
––No, dos horas.
––No me dejes así.
––A cien por hora ––dijo en tono frío.
––No tengo tanto. Soy vaquero.
––Déjame al caballo ––propuso.
––No, no puedo.
––¿No valgo lo de un caballo?
Me quedé callado por un momento. Luego viendo al cielo le dije:
––Vamos a seguir cantando chula.
Amanecí otra vez entre tus brazos/ y desperté llorando de alegría/ me cobijé la cara con tus manos/ para seguirte amando todavía/ te despertaste tú, casi dormida/ y me querías decir/ no sé qué cosa/ pero callé tu boca con mis besos/ y así pasaron muchas... muchas horas...
Qué le vamos a hacer. Ahora estoy aquí bien tieso. La agarré por diez días. Me quedé cantando en la calle. A ella la volví a ver pasados tres del primer encuentro. Me llevó a su casa.
––Me caes bien vaquero. Sólo por esta noche, porque también tengo penas.
Me subió a su cuarto. Se lo quitó todo. Un ángel. Cuerpo sabio y hondo. La nariz de zumo de limón. Los ojos precisos y apaciguados. Sus manos dos alas. De su axila rezumaba eso. Sus piernas alegres y redondas, sus pechos sólidos como salidos de un cuadro de Goya. Su cara sin maquillaje era mejor. La noche inmensa se encendió y se apagó como un relámpago. El día nos agarró. Se destrabó de la cama. Se fue corriendo hacia el baño. Parecía una desconocida. Se sentó al espejo y sus ojos se fueron poniendo morados, sus manos azules, de su pelo salían serpientes. Me le acerqué. Ya no era ella. Un brillo extraño mojaba sus ojos. El satén estaba en su cuello. La quise ver de cerca. No se dejó. Me hizo a un lado. La noche estaba dibujada en su cara. La calle se expandía por sus hombros y de su escote a su espalda la planicie de la calle que da al Sena, desde “Pierrot” hasta Saint Simón. Había un árbol plantado en la comisura de sus nalgas. Las zapatillas eran del color del fuego... brillaban. Ya no era ella. Lucía suspendida en su silla de maniquí y sus manos se ejercitaban en un baile extraño por toda su cara. ¿Por qué no se pintará en la calle? Nunca lo supe. Luego se fue recorriendo su cara. Sus labios. Sus ojos. Su pelo. Luego sus piernas. Luego sus medias. Luego... nada debajo de su falda. El piano que tenía al frente sonó una canción maravillosa, era dulce y triste: No tengo edad/ no tengo edad/ para amarte/ y no está bien/ que salgamos/ solos los dos/ tal vez querrás.../ tal vez querrás/ esperarme... que sea mayor/ y pueda darte.../ mi amor...
En el árbol nadaban peces. El foco al centro del cuarto se fue incendiando y lanzaba chisguetes de fuego, quemaron mis cachetes. Levanté su falda, sus nalgas dos olas embravecidas. Sus piernas dos toneles de oro. Se fue yendo poco a poco, como se diluye la niebla en los espejos. Entonces la cama se fue quedando muda. Las almohadas se estremecían por tanta quietud. En su falda había serpientes gigantes, elefantes y jirafas.
Me levanté, fui al pequeño bar y me serví aguardiente de caña. No tenía uñas como aquel mezcal de Juchitán, era suave y oloroso, pesaba en mi estómago. Quise compartir ese momento con mi caballo... Su voz sonó de nuevo, como venida desde el cielo.
––¿Te vas a quedar?
No hubo respuesta de mi parte, mis ojos la tejían por entre el valle de la sala… remataba en su escote y las dos curvas. Sólo la miré a los ojos. Se fue haciendo hacia atrás como espantada. Mis ojos la siguieron. Su silueta de colores se diluyó de mis ojos. La habitación se recobró. La alfombra parecía hecha de nubes y calandrias.  El techo estaba inundado de espumas, olanes y tafetas. En el vaso se revolvía un cardumen de lombrices de mar sedientas. La alcoba ––ahora vacía–– estaba seca de sudor. La noche ya estaba lejos. Su voz y sus olanes de seda, encaje y satén se notaban por toda la rueda de su cuello alto. El jade encorvado del espejo miraba, se fue entre la noche de un rincón lejano. Nos volvimos a perder. Dos, tres.. cuatro. "Mejor me quedo", dijo. Yo me fui a la calle. Prometí regresar. No sé si lo hice.
Una vez estuve fuera, recordé a mi caballo. Lo fui a buscar, estaba adherido a la pared, de un jalón lo saqué otra vez a la acera, lo planché con mis manos, como si fuera la estampilla que pegué en la carta que mandé ayer a Madrid. Me subí en su lomo y cabalgué por la Rue Saint Louis.
Llegué a otra cantina. Doblé a mi caballo y lo metí en un sobre.
––A mi camisa  ––dije.
Fui hasta la barra, un hombre de oropel se empeñaba en servir una copa llena de espuma, se mojó las manos y desapareció. Antes, le devolví la mirada y ya no era de papel, era de escamas... con el frío de la cerveza se deshizo.
Llegó hasta mí una mujer, estaba desnuda llevaba un collar de cuerdas de guitarra, al caminar sonaban como cascabeles de gato en una noche endemoniada como la del uno de noviembre allá en Xpugil. Yo quería escuchar un gallo, fui hasta la rockola, puse un Francés  y el gallo cantó. Luego  dos veces más y de ahí me vine a dormir. No era hora de rezos o traiciones. Pedro ya estaba debajo de la lápida allá en el Vaticano, qué otra cosa pedir, todo ya estaba pagado. Fueron treinta francos más... ni modo de quedar a deber.  
De eso no sé cuántos días pasaron. Ahora estoy aquí. Ella se fue perdiendo entre mi memoria a como se pierden los recuerdos no invitados. Esa clase de mujeres están en todas partes. No son ellas las que invitan, son otras, las de las fiestas de colores. Con razón Julio se fue detrás de una de ellas, la que le contaba cuentos y magias de esta ciudad con sus puentes, sus miradas arrobadas, su río intermitente y sus luces de agua sedienta.
Ahí en la calle vi rodando la cabeza del Rey Sol y su Antonieta. Al pasar, todos la pateaban. ¿A quién se le ocurre gobernar con tanta mujer al lado? ¿A qué pueblo se le ocurre pedir pan habiendo tanto vino hecho de uñas de gato? ¿Quién puede asomarse al Sena tan solo como un espanto? Eso sólo ella y Julio lo supieron, ¿adónde se quedaron? Nadie lo sabe. Las sombras que se asoman del río cuando uno se mira, así lo dicen. Por eso, viajar por esta ciudad, alelarse y quedar loco, dejarse llevar por una imagen que no fuera fascinación de ser en medio de Al-Sahara, con la sed agrietada en la garganta... sólo fuera espejismo de él… así se fue siguiéndola como montada en la luna y un tiburón como guía. Espejismo de un turbión de noche y agua... así fue...

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