Para Julio.
Ahora estoy aquí, acostado, recostado. Mi cigarro
suelta el ambiente de humo que se aspira y queda en esta buhardilla. La ceniza
ya reta al vacío. No sé desde cuando estoy aquí. Llegué en el barco de hace...
no sé cuántos días. Mi caballo de vaquero apenas aguantó. Una como cruda del
viaje se nos atravesó por en medio del pecho… no sabíamos en qué iba a parar
todo, si en vida o si en muerte. Nos encerramos en un pesebre Español que quiso
darnos el alojo. Fuimos por la rivera del Guadalquivir, lo vimos todo. Ahí
estaban las muchachas, los hombres alelados pescando con una vara.
Un como trasijo se le endemonió a mi potro, un como
torzón se le encendió en la barriga, y a todo como medicina a cual más que yo
de ahí no supe. Como no somos de remedios ni de encantos, mejor nos dimos a
beber cerveza por cuatro días. Luego, esa cruda se convirtió en otra, pero ésta
conocida, así ya no hubo nada de esperar fuera cosa distinta de una cruda… de
una cruda uno se levanta y se sabe lo que ha de pasar en todo el día y lo que
venga. La mejor avena con azúcar, el mejor cognac, allá le dicen de otra manera, palabreja que
detesto por lo de aquéllos a todo nombran a su manera, y de la palabra habla el
alma, nunca lo olviden ustedes que me escuchan. Cruzamos todo el breñal y unas
como colinas poco empinadas, llegamos aquí donde se está de lo bueno, ya vimos
a las mujeres, ya nos perdimos por esas callejuelas, ya cruzamos los puentes,
ya cantamos en este barrio todo. Los Campos Elíseos. La Plaza de la Concordia. El Sena.
Son unos idiotas estos amigos, se la creen todas. No todo es Torre, también
está
––mejor–– el
río. Pero de plano sí lo merecen. Con esta historia tan antigua y estos
menesteres del gobierno, no como aquél del “Divino”. ¡Madres! Aquí de ésos no
hay, aquí la misma gente los espanta.
Como moscas se levantan a ir a pararse a otro lado. Que se la saben toda como
canción de Edith Piaf… ahora ya está muerta, aunque nacimos juntos ella se dio
a la “carrera”, y ya lo saben, si de carreras se trata allá el Roberto que para
eso se pinta solo. No, mamadas no, que es barata la leche con azúcar. En este
lugar de París se vive de lo lindo. Una maceta y otra. Los jardines reverdecen
de tanta mujer con ojos de amor. Eso sí, aquí no hay dos baños al día, escasea
el agua. No puedo evitarlo, se me vienen a la mente aquéllos ríos de la ciudad,
hasta tres en el mismo tramo, uno a cada lado... No lo puedo olvidar... llenos
de mierda.
También estaba ahí. Lo vimos sentado en el café
“Pierrot”, ahí estaba sentado, le grité: ¡Hey Julio! No contestó, quizá no era
él, era sólo su perfil de tanto paisano metido en esas calles, esos cafés
repletos de gente que piensa, lee y calla; pero eso, haberlo visto en la cara
de tantas personas, bastó para buscarla a ella también. Nos fuimos a orilla del
Sena, en las caras de las mujeres embelesadas de luna llena, ahí estaba la cara
de ella; una le hablaba al oído de aquel vaquero hecho de penumbra y de luz
colgada de un farol, sí, la misma. Eran sólo dos sombras al lado del arbotante.
Oímos sus besos ahogados y dolorosos, como si el vato se estuviera despidiendo
para venirse. Si no fuera por eso... sólo dos sombras a punto de venirse. La
oímos ––yo y mi caballo–– decirle cosas de encantos y de magias con las manos
enlazadas a palabras. Sus manos se movían en la penumbra como un extraño baile
de serpientes; él escuchaba y la miraba. Mi caballo, que conoció esta historia,
también lo sabe. Mientras lo arrendaba yo en una silla de ese parque, pegada al
muro, se bebía la estampa. Él mismo se volvió un figuro, desapareció entre la
pared, igual que esos fantasmas que se vuelven nada para atravesarla e ir a
otro lugar. No, mi caballo se quedó pegado a la pared, igual que aquellas figuritas
de colores, pegadas a la hoja del cuaderno de la tarea. Ahí se quedó a la
espera de que yo viniera a despegarlo y a remontarlo otra vez.
¡Ah!, suspiré del vaho, venía directo de la mitad del
río. "Ya no está", me dije y le dije a él mirando sus ojos de
caballo. Nos sentamos, siempre con mi guitarra. “Usted es un vaquero”, escuché
de pronto, me hablaban por atrás, y vi su nariz extraña y realzada.
––Sí––contesté.
Cuénteme de la luna ––me dijo a los ojos––. Ya para
eso la veía... era Gitana.
––Mejor cántame la Canción de Antonia ––le reviré.
Se arrancó: “La luna se mueve pero es fría como nieve; en la hondura del mar
se ve a la luna, reverbera con los destellos de peces somnolientos, ahí en la
dulzura del descanso se menea como pez, pero el pez no ve al agua, ve a la luna
y la hechiza, sólo ahí la luna es luna,
porque el pez retrata sus ojeras.
Cuando te vayas verás
un crimen solitario, crimen de reinas asustadas, que aceptan al príncipe
valiente, pero éste va en pos de las cucayas. Hoy el día es leve, rayo de sol
solito que se cuela por entre el sauce, y el sauce es una escama que se retrata
en la luz del sol que pare al día, por eso estamos aquí, y somos culebras
asustadas con los dedos en señal de
cruz, como loto que se muerde y muere de
verdor... como la espuma muere de blanca. ¿quién eres? No lo digas, si acaso un
paso hacia el mar que allá te espera, o si no, resabio de coronas ¿De muerto?
¡No! de reyes, de reyes que esperaron a estar bien escondidos al abrigo de
doncellas palpitantes, y un día el jacinto del pantano esfumó sus primaveras;
no, no te vayas, si acaso te vas, un lamento de río sonará en tu espera, no te
conviene; sólo el narciso se ve en el agua; los tulipanes ven llegar los
colibríes y nadie los detiene, de ahí rezuma el néctar, de ahí se ve la espera,
un tulipán sin colibrí se muere de tristeza, nosotros morimos en cada espera.
¿El amor? Acaso necesitan agua los desiertos, acaso el agua acude a preñar los
granos de arena. Hoy tu sol, este sol no morirá si antes no te asombras de ver
caminar la espera, de ver cómo se mueven las sombras, al ver morir tu voluntad.
Hoy tu sol, este sol morirá únicamente si no es tu primavera, pero allá en el
fondo del mar hay sueños; la luna sueña que platean los peces blancos... y los
peces ¿verán la luna? ¡No! son peces ciegos, ciegos de nunca mirar, la noche
exterminó sus ojos, la luz negra del fondo del mar. Una hoja verde es un cuenco
de nácar donde asoman mil niños ansiosos de mirar, pero no miran porque el
mirar no es de ellos; solos, se ven a sí mismos, sin que ningún transeúnte les
diga que pueden mirar. Tú que estás junto a mí, mira mi lengua, verás que la
saco de burla como mujer espantada de verse a sí misma; así, hoy, no mires al
sol, te quemará los ojos, y ciego morirás, y me preguntas ¿se muere de ciego?
No, la ceguedad no enferma la piel, tus manos tomaran la luz, así como toman el
agua. Sé que un sol alumbra tus entrañas, sé que la noche de las sombras no
están debajo de tu pié, por eso la luna es luna a veces, nomás cuando retrata
una escama de mar, nomás cuando un pez deshace lunas. Hoy partirás de aquí, te
irás con rumbo adonde se pone el sol, y ya al atardecer tu voz partirá en un
vuelo de garzas, garzas que comen y duermen de pié y nadie les dijo que el pez
se traga de cabeza, ni como cambiar de pie en el sueño. Aquí las flores mueren
cada año, mira, ahí la marca, y allá en el cauce, el jacintal en retahíla, no
parará hasta llegar al mar ¿para qué?
Para morir reseco en cualquier playa, ¿reseco de sal del mar? ¡No!
reseco de sol.
Me hizo recordar
todo. No pude irme vacío. Canté. No sé cuántas. Pero ella aguantó. Se lo
propuse... qué más si era de noche.
––¿Cuánto?
––Ya sabes.
––¿Toda la
noche?
––No, dos horas.
––No me dejes
así.
––A cien por
hora ––dijo en tono frío.
––No tengo
tanto. Soy vaquero.
––Déjame al
caballo ––propuso.
––No, no puedo.
––¿No valgo lo
de un caballo?
Me quedé callado
por un momento. Luego viendo al cielo le dije:
––Vamos a seguir
cantando chula.
Amanecí otra vez entre tus brazos/ y desperté
llorando de alegría/ me cobijé la cara con tus manos/ para seguirte amando
todavía/ te despertaste tú, casi dormida/ y me querías decir/ no sé qué cosa/
pero callé tu boca con mis besos/ y así pasaron muchas... muchas horas...
Qué le vamos a
hacer. Ahora estoy aquí bien tieso. La agarré por diez días. Me quedé cantando
en la calle. A ella la volví a ver pasados tres del primer encuentro. Me llevó
a su casa.
––Me caes bien
vaquero. Sólo por esta noche, porque también tengo penas.
Me subió a su
cuarto. Se lo quitó todo. Un ángel. Cuerpo sabio y hondo. La nariz de zumo de
limón. Los ojos precisos y apaciguados. Sus manos dos alas. De su axila
rezumaba eso. Sus piernas alegres y redondas, sus pechos sólidos como salidos
de un cuadro de Goya. Su cara sin maquillaje era mejor. La noche inmensa se
encendió y se apagó como un relámpago. El día nos agarró. Se destrabó de la
cama. Se fue corriendo hacia el baño. Parecía una desconocida. Se sentó al
espejo y sus ojos se fueron poniendo morados, sus manos azules, de su pelo
salían serpientes. Me le acerqué. Ya no era ella. Un brillo extraño mojaba sus
ojos. El satén estaba en su cuello. La quise ver de cerca. No se dejó. Me hizo
a un lado. La noche estaba dibujada en su cara. La calle se expandía por sus
hombros y de su escote a su espalda la planicie de la calle que da al Sena,
desde “Pierrot” hasta Saint Simón. Había un árbol plantado en la comisura de
sus nalgas. Las zapatillas eran del color del fuego... brillaban. Ya no era
ella. Lucía suspendida en su silla de maniquí y sus manos se ejercitaban en un
baile extraño por toda su cara. ¿Por qué no se pintará en la calle? Nunca lo
supe. Luego se fue recorriendo su cara. Sus labios. Sus ojos. Su pelo. Luego
sus piernas. Luego sus medias. Luego... nada debajo de su falda. El piano que
tenía al frente sonó una canción maravillosa, era dulce y triste: No tengo edad/ no tengo edad/ para amarte/ y
no está bien/ que salgamos/ solos los dos/ tal vez querrás.../ tal vez querrás/
esperarme... que sea mayor/ y pueda darte.../ mi amor...
En el árbol
nadaban peces. El foco al centro del cuarto se fue incendiando y lanzaba
chisguetes de fuego, quemaron mis cachetes. Levanté su falda, sus nalgas dos
olas embravecidas. Sus piernas dos toneles de oro. Se fue yendo poco a poco,
como se diluye la niebla en los espejos. Entonces la cama se fue quedando muda.
Las almohadas se estremecían por tanta quietud. En su falda había serpientes
gigantes, elefantes y jirafas.
Me levanté, fui
al pequeño bar y me serví aguardiente de caña. No tenía uñas como aquel mezcal
de Juchitán, era suave y oloroso, pesaba en mi estómago. Quise compartir ese
momento con mi caballo... Su voz sonó de nuevo, como venida desde el cielo.
––¿Te vas a
quedar?
No hubo
respuesta de mi parte, mis ojos la tejían por entre el valle de la sala…
remataba en su escote y las dos curvas. Sólo la miré a los ojos. Se fue
haciendo hacia atrás como espantada. Mis ojos la siguieron. Su silueta de
colores se diluyó de mis ojos. La habitación se recobró. La alfombra parecía
hecha de nubes y calandrias. El techo
estaba inundado de espumas, olanes y tafetas. En el vaso se revolvía un
cardumen de lombrices de mar sedientas. La alcoba ––ahora vacía–– estaba seca
de sudor. La noche ya estaba lejos. Su voz y sus olanes de seda, encaje y satén
se notaban por toda la rueda de su cuello alto. El jade encorvado del espejo
miraba, se fue entre la noche de un rincón lejano. Nos volvimos a perder. Dos,
tres.. cuatro. "Mejor me quedo", dijo. Yo me fui a la calle. Prometí
regresar. No sé si lo hice.
Una vez estuve fuera,
recordé a mi caballo. Lo fui a buscar, estaba adherido a la pared, de un jalón
lo saqué otra vez a la acera, lo planché con mis manos, como si fuera la
estampilla que pegué en la carta que mandé ayer a Madrid. Me subí en su lomo y
cabalgué por la Rue Saint
Louis.
Llegué a otra
cantina. Doblé a mi caballo y lo metí en un sobre.
––A mi
camisa ––dije.
Fui hasta la
barra, un hombre de oropel se empeñaba en servir una copa llena de espuma, se
mojó las manos y desapareció. Antes, le devolví la mirada y ya no era de papel,
era de escamas... con el frío de la cerveza se deshizo.
Llegó hasta mí
una mujer, estaba desnuda llevaba un collar de cuerdas de guitarra, al caminar
sonaban como cascabeles de gato en una noche endemoniada como la del uno de noviembre
allá en Xpugil. Yo quería escuchar un gallo, fui hasta la rockola, puse un
Francés y el gallo cantó. Luego dos veces más y de ahí me vine a dormir. No
era hora de rezos o traiciones. Pedro ya estaba debajo de la lápida allá en el
Vaticano, qué otra cosa pedir, todo ya estaba pagado. Fueron treinta francos
más... ni modo de quedar a deber.
De
eso no sé cuántos días pasaron. Ahora estoy aquí. Ella se fue perdiendo entre
mi memoria a como se pierden los recuerdos no invitados. Esa clase de mujeres están
en todas partes. No son ellas las que invitan, son otras, las de las fiestas de
colores. Con razón Julio se fue detrás de una de ellas, la que le contaba
cuentos y magias de esta ciudad con sus puentes, sus miradas arrobadas, su río
intermitente y sus luces de agua sedienta.
Ahí
en la calle vi rodando la cabeza del Rey Sol y su Antonieta. Al pasar, todos la
pateaban. ¿A quién se le ocurre gobernar con tanta mujer al lado? ¿A qué pueblo
se le ocurre pedir pan habiendo tanto vino hecho de uñas de gato? ¿Quién puede
asomarse al Sena tan solo como un espanto? Eso sólo ella y Julio lo supieron,
¿adónde se quedaron? Nadie lo sabe. Las sombras que se asoman del río cuando
uno se mira, así lo dicen. Por eso, viajar por esta ciudad, alelarse y quedar
loco, dejarse llevar por una imagen que no fuera fascinación de ser en medio de
Al-Sahara, con la sed agrietada en la garganta... sólo fuera espejismo de él…
así se fue siguiéndola como montada en la luna y un tiburón como guía.
Espejismo de un turbión de noche y agua... así fue...
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