… Desierta y deshecha
en lago abierto, te ves a la deriva. De tus orillas nacen crismas de dios en un
abismo tendido en cada ola del aire vuelto cimbra del amanecer que se
destempla. Hay en tu clímax naceduras de habitáculo sin ruido. La noche cierra
su balcón hacia el espacio del agua que no mide su extensión sin un abrazo.
Sobre el césped hay letargos en respiración. El hielo se expande sobre mis
pulmones, hace maromas de circo y al fin abarata su vida sin impuestos. El
delfinario está desierto, duermen con maromas de teatro hechizo para mentes
“lúcidas”. Lanzas al desierto mil colores y al instante saltan mil imágenes de
ruido: aplauso del respetable para el lanzamiento, cada cual distinto, como si
fueras tú misma quien nace, al influjo de los siete días creacionales. No
pretendes atender al que te llama, sólo la inicua soledad de “a veces” te hace
llorar, igual al iceberg que se ve desde la punta del idioma. No consumas al
ladrón de avispero y te visita en la mañana, esto te vuelve en ti; así te
adhieres al humo habituado desde que te conoce. Lo hilas, tiendes el papel,
sacas el musgo seco, lo envuelves, lo chupas para sentir, y desde entonces
comienzas a probar de la estaca de la vacilación que te consume… sacas el
cerillo y lo enciendes, chupas con fruición como si el aire, vuelto humo, fuera
a desaparecer del aire, habitáculo del miedo. Se expanden tus pulmones, te
expandes a él, igual a un molusco cuando va por el semen que lo habitará por
nueve meses. No hay ruido en la habitación sino el ruido de “eses” que haces al
aspirar. Entonces un hilillo de luz se desprende desde la comisura de tus
labios, se alargan para reír a destiempo de reloj, igual a una quimera… ríes y
ríes con respiración aprisa. Te olvidas de él, de ti y de tu síntoma. Sólo está
tu risa como un orgullo puesto en desván por media hora, sólo tus cejas bien
peinadas, tu escote abierto, tus pestañas quebradas, el rímel seco, tus labios
de hombradía y tus cachetes arrebolados. Miras en derredor y la contestación a
tu risa descuella como una adormidera; si fuera de carrizo, empuñaría una
habitación por si se ofrece. Aspiras una vez más y se termina, lías otro para
empotrar en tus ancas los nervios azotando desde afuera como si fuera yegua con
el sexo puesto en una esfera para el potro ardiendo en tu cuello en la propia aspiración
de su semilla, te dejas entrar, el cigarrillo en tus labios luce hondo, sacas
la lengua y lo moja el hilillo de luz con cerveza que corre hacia fuera. No hay
exhalación que te consuma, más bien lo consumes a él como si fuera una cierta
vacilación entre tu sexo, que explota en risa, una vez más… a la salida.
Hinchas los pulmones, exhalas el aire de veneno, metes la mano hacia abajo…
ríes y ríes… Entonces, como venido desde arriba, sientes el choque de espermas
entre el numen, tus piernas chorrean, dejas el cigarrillo y te concentras… el
agua va en pos de la gravedad del silencio, sobre tus piernas.
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