Paraíso.

Paraíso Tabasco, México. Playa, pantanos, comida, diversión, pezca...

viernes, 3 de agosto de 2012

A la hora



“No está el día para cosas mayores. El radio suena igual a cualquier domingo. Sus voces tratan de ser amables y las mujeres se dejan querer por la voz  de la bocina. Más allá de donde estoy sentado, un hombre camina con la muerte en el bolsillo derecho del pantalón, se asoma y me dice adiós. Me hago el desentendido”.
Era la ciudad perdida y lluviosa. Yo cabalgaba entre la niebla como niebla. Dos fantasmas en medio de la noche; mi caballo… no lo presto a nadie. Me senté en el café de chinos que está en la Calle del deseo y nadie notó mi presencia. A la orilla del gran lago había otros que caminaban sonámbulos. Todos eran desconocidos como la gente que pasaba. Las alucinaciones llevaron mis pies a todas partes, cuando uno es alucinado, se deja llevar por esas cosas. La ciudad, a veces  vacía, otras, repleta de gente,  se afana en cosas muy desconocidas, como aquella niña… estaba a la vera del parque central,  por la Calle del Marfil. La nena vendía regalos para novias: granos de polen cristalizados, caballitos de mar en jaulas de jade, vino de cacao, azúcar de maíz y otras cosas… la gente se arremolinaba a cual más para pedir en venta los regalos.
Los días en esa ciudad son grises y turbios; una extensa y fina lluvia se extiende hasta los volcanes que la rodean, y ahí al pie de la cuesta empieza la lluvia blanca… se vuelve hielo una vez en tierra. Mi alucinación da para eso y más… apenas me enteré de lo que pasa en sus calles. Yo me hacía pasar por mago y hechicero venido del sur, las personas me decían: Haz tus pases  mágicos;  lo hice en más de una vez. Pero lo olvidé  para ese trabajo se requiere conocer a las personas y éstas eran extrañas, hablaban un lenguaje desconocido, con decir, una me hizo llorar por lo del abochorno de quedarle mal, pero no es porque yo quisiera sacar alguna ventaja, no, era en aquellas mis tierras de húmedos, en San Carlos, me enseñaron de cómo se vuelve uno animal a las seis de la tarde para cargar con los demonios de los otros. Volverse así facilita lo de la magia; claro, siendo animal, por decir, perro, puerco, gallo o chivo, es fácil el llevar a los demonios hasta las afueras de la ciudad y ahí dejarlos deambulando, a como se hace con los gatas… se quiere no haya son generaciones de gatos. Así me enseñaron a hacerlo. Y es nada más ponerse a pensar en lo de sanar a la gente de sus dolores y luego todo sucede. De vaquero a mago poco falta.
Aquí el camino... todo es camino y los caminos llevan a los cerros y a las montañas y al hielo ––ya se dijo––. Las veredas son blancas, a los lados las muchachas no se cansan de decir adiós y luego que ven al hombre pasar con la muerte diciendo adiós desde el bolsillo, se aprestan a dejarse amar por cualquiera sea a esta hora de la tarde o después, pues con neblina todo se puede y desde la pared salen las personas atravesándola, a ver lo de encantamientos y liras como risas de muchachas. El hombre ha decidido dejar a la muerte, la saca de su bolso y la deposita con sumo cuidado a la vera de la calle, no sea pase un auto de neón y la atropelle, estropee sus huesos cálidos en la ciudad lluviosa y fría.
Ayer a esta misma hora me fui siguiendo los pasos de una mujer vestida de pies a cabeza con unos olanes de aire y  fuego en el cuello. La seguí hasta que se metió en un hotel de paso; está en la empinada Calle de los Grillos. Me asomé a verla caminar, la vi meterse a un hotel, la imaginé caminando entre un eterno pasillo por en medio de los cuartos de seda. Lo hice, así lo hice. Un hombre adusto y bien parecido, al verme me preguntó:
–¿Qué se le ofrece?
Me le quedé mirando fijo y al momento se quitó los ojos, los puso delante de mí y luego para guiarse en la oscuridad, tomó un bordón de plata y se fue siguiendo a la mujer guiado por su bastón que más parecía de acero monel sonando a plata. Entonces decidí irme a otra calle… no fuera de alturas. Así llegué hasta aquí. Todo fue como un eterno viaje hacia este lugar en que está la nena vendiendo regalos. La gente pasa, me toma por desapercibido y necio, no sé cómo puede ser todo a la vez, mientras la niña vende yo veo otras cosas, de la venta ––aunque somos extraños–– saldrá para los dos lo del día y la comida a las tres, no puede pasar, pues aunque somos así como de aire, la comida debe ser a su hora y sin ninguna preocupación de faltar, por eso todos los viajes se parecen tanto, por esto en las mañanas todos van hacia algún lugar desconocido; aunque hay destino satisfecho no es lo seguro de llegar pues todo se parece a la niebla: aparece y desaparece por intermedio del sol, pues ya lo dijo Cesarman: “dentro de este medio,  llamado Sistema cerrado, todo sucede a según la distancia y el calor de las cosas. Ni una molécula de historia humana puede aventurarse por esas laderas humeantes a tratar de salir al paso de cualquier lluvia arrebate de las manos lo de la panza. No, eso no se puede”.
Ya son las diez, la hora del recreo, esto según mi maestra a mis diez años lo dijo: “a la hora del recreo se puede jugar hasta cansarse”. Eso sin tomar en cuenta al niño pálido conformado con sentarse a la orilla de la banqueta que da del salón a la cancha y con la saliva hacer loditos para embarrárselos en las pestañas a modo de los bigotes, como los de de Salvador Dalí. También eso tiene su misterio, es como quedarse a esperar los pecados sucedan, sin tomar en cuenta: los pecados sólo pasan por la calle, es decir, no suceden; cuenta porque a la hora de sumar o restar se sabrá de quién es el sobrante o el  faltante.
Al lado de donde estoy acostado, una cortina se menea con el suave viento, suelta el ventilador de no se sabe dónde, pues sí, la brisa pasa y pasa y la lluvia cae y cae, aunque esto pueda parecer así de simple, no lo es tanto, porque detrás de las cortinas, hay, y nadie lo sabe, un muerto; se enterca a pasar así, de puro espanto ––él, ya se sabe–– está vivo, lo de muerto es un decir, pasa ha perdido el miedo y la sonsaca a llevársela a pasear del brazo por la misma Calle del Marfil. Si sucede de esa manera, o sea a como el hombre lo tiene planeado, las ganancias de la venta de los regalos  ofrecidos por la niña a toda las personas, se irán por la coladera, pues ya eso también se sabe, el dinero así ganado es como si fuera botado al río o al arroyo, de todas formas da igual. Ayer a esta misma hora ––por lo de la inclinación del sol–– una mujer le decía a su vecina, parada aquí atrás de esta pared: Mi marido me engaña; no lo van a creer, hoy pasó lo mismo, si no fuéramos de aire ya estaríamos locos de tanto coincidir en las cosas; sólo hay hombre y mujer, para poblar este mundo, muy pocos, ¿no creen?
Y todo se repite hasta el cansancio aun de personas intactas, allá en la ladera de lo que es la calle por intermedio del parque, es decir, antes de llegar al arrollo… claro, de carros, permanece Lázaro, los perros también siguen ahí, pero ahora no lamen sus heridas… las tiene, pero no se ocupan de ellas, ahora ven un retrato de Dalí para Gala, y ahí sí el camino se pierde ¿cómo explicar la conducta de esos perros, sin llamarlos de forma tan fea? No lo sé, ni traten de averiguarlo, los perros se llaman así desde que se decidieron a comulgar con el hombre, si no lo hubieran hecho seguirían llamándose lobos, igual a los de la televisión a las tres de la tarde; y con eso se dice todo, pues ¿cuándo han visto a un perro salir en la tele? Y me digo que jamás se verá eso.
Ya me siento tieso. La niebla ya me estorba. Tengo sudor de niebla aquí en mi axila. Ya no me abro paso por entre ella. Ya me confunden con un gramo de nube. Hoy a la hora en que bajé del autobús el termómetro marcaba dos grados y no me enteré hasta apenas salió el sol como una lucecita de invierno, me vine hasta aquí donde permanezco desde esa hora. Las pastillas que me mandaron a buscar deben estar congeladas, con decirles:
la chamarra de popelina que me hicieron para este viaje ya parece mortaja. Pero no es por ahí donde quiero ir, ya lo saben, sólo estoy a la espera de la niña, venga a sacar cuentas conmigo. Eso es de a fuerzas, no se puede ir con la cuenta. La mujer que se metió al hotel ya salió, iba peinada y recién bañada, me asomé otra vez al pasillo y ahí estaba el hombre sudoroso, a pesar del frío, al verme dijo, sin pregunta de por medio: “estaba tomando un baño de vapor y yo sólo la ayudé a destrabar el agua del tinaco y a encender el calentador”, como me lo dijo así a manera de disculpa, le debo creer, porque si no sería un suicidio, imaginen si descubro algo fuera de lo normal, y más ahora: ya trae otra vez sus ojos puestos, me digo y sigo sentado en la banca del parque… ya se mueve hacia todos los lugares, pues ya se sabe, cuando la lluvia cesa a eso de las once, todo se mueve hacia algún lugar... pero el frío no pasa, parece va en aumento. Me decido, levanto las manos en señal de adiós, entonces se detiene un taxi, me subo y pido ir a la misma librería por el libro; lo dejé encargado el día de ayer a esta misma hora, porque es la hora, y ustedes comprenderán, yo ––vaquero–– voy a prisa a todos los lugares.     

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