La farolas anuncian
la ausencia de los días… no estás, nunca estuviste, te regresaste a medio
camino con la nostalgia, avanzada de noche. Las luces apagadas dieron la
presencia de tus días… aun las farolas incendiadas se quedaron estáticas para
dar paso a esa luz que se queda encendida por horas… la luz que ya no alumbra,
la que no está, la que luce despeinada por la hora en que permanece, insomne,
sin nada que alumbrar sino la vergüenza de verse a solas en deshoras. Te fuiste
sin dejar un anuncio en pedestal, te azolaste para decir: “no”, como si el
dilema fuera el de siempre: solo decir adiós… ya no hay neón entre tus piernas,
ya no hay sino la nostalgia de un “afuera” que rescolda lo que se fue sin
llegar. Como las canicas, el juego terminó a destiempo de la escuela, no fue
necesario acudir por el caminito a ver el portón descuadrado de la esquina… por eso me quedé como el cura de
la cuadra: célibe para siempre. Las farolas anunciaron el desdén por las horas
idas; aunque no hubiera sino ojos aburridos para verlas con el cuajo encendido
a mediodía, se quedaron estáticas para ver la luz del cenit como lámparas de
vapor de agua, sin medio de incandescencia para verlas morir sin un esquema.
Las piedras cantaban, los grillos se estaban lamiendo su pelaje como gato en
pedestal… Y no llegaste, por ello no te fuiste, simplemente la ausencia de las
farolas encendidas al mediodía, como la quería el respetable… gritaba desde
afuera hasta el balcón de tu espera… Las muchachas por la calle cantaban,
pasaban cantando con una alegría despertada desde la medianoche, en este
mediodía… se habían quedado todo el fin de semana fuera de sus casas, el neón
de ellas sí alumbraba entre sus piernas, tocando a fin de fiesta, igual que las
manzanas en el platón del cuadro de naturaleza muerta de la sala, así te
regresaste no sin antes dejar un recado: “no molestar”.
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