Te veo agarrada a la cruz. Como un engarce en
anillo de boda. Te
sostienen los senos y
el sexo embravecido. No hay en ti sino el verde axioma del murmullo en hojas
caídas, igual al minuto que se expande. Sugieres con tu mirar un eterno lamento
de arzón a la medida. Lates como un caracol en la sombra, inyectado del virus
que lo acecha… cerebro entumecido de silencio por entre dunas salvando del
salto mortal hacia el vértice de escarnio: un vértigo de aroma. No sabes del
sexo ni del nombre ni del que te acusa, sabes más bien decir un dilema entre la
salvación y la miseria. Entre cardos asesinos te salvan de ti los cúmulos de
hierro en que encierras a tu seno y a tu sexo. Pronuncias el nombre de él en
deshoras, como si fueras gallo a las doce en un ensayo de canción metida hasta
el cansancio. El tiempo es un ocaso que revive al poniente desde fuera. No hay
síntomas de respiración en el conteo de las horas sexuadas. No hay en tu sexo
más numen… me aloca en la carrera por encontrar la cruz, en tus pechos y en tus
nalgas. Más allá del engarce de los maderos, hay un silencio que te admira,
milenios de absolución nombrada en los nombres de hierro herrados al potro
entre tus curvas… Los nombres de ti en una canción como un bendito. Tú eres la
dadora de todo, aun de la muerte en un bolsillo. Apareces estática y solemne en
un tramo de sol a la medida… Entonces no hay más. El gorrión se endulza con la
punta de su pico, popote que marca el axioma de su orgullo, como si fuera
fantasma de vuelo en la medida. Después de tus senos, bajo tu axila, hay un
estero, hay ceniza enterrada como un alambre hecho de cuerdas de guitarra,
igual que una cereza embutida en un cotarro; el estigma es de la cruz, alumbra
y es alumbrada desde tu sexo empotrado en su semilla. Desde tus senos calientes
se desprenden aromas de misterio, igual a los misterios que aluzan al fantasma
de ayer a mediodía.
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