Aquí el cuento se parece a un lamento. Por dos rupias
el Marroquí le cuenta y le arroba en una historia, la canción suena lánguida
como el paso del camello a las tres de la tarde por en medio del Sahara.
Desde hace varios días llegué a esta gran plaza
central de la capital, Marruecos. Se vende, se compra, se canta y se cuenta. La
algarabía es alrededor de estos cuenteros de historias con final afortunado.
Los camellos de los vaqueros están apostados en espera de que su dueño se canse
de contar. Unos llegan y otros se van. La mayoría son hombres: cuenteros y
escuchas. Quizá a las mujeres no les gusta escuchar historias de beduinos.
Quizá tampoco les acuse placer el olor a leche con el vaho rancio de los
hombres del desierto. A la algarabía de la plaza que se parece a aquellos
ruidos de hombres cantando en la Capilla Sixtina y a zumbido de colmena, se une el
humo oloroso de asado de cabra. Como noticia de voz en voz por todo lo ancho de
la plaza, así suenan estos ancestrales, pero aún modernos cuenteros. En ningún
lugar del mundo se aprecia lo que se ve y se oye aquí. No se sabe de adónde
sacan tanta cuentería. Están ahí parados. Alguien los llama y se arrancan a
contar. Yo observo desde una orilla de la plaza montado en mi caballo. Un
vaquero está a tres metros de donde me encuentro. Más allá un Tuareg se amolda
en el parecer de una mujer de ojos azules, ofreciéndole una mantilla del mismo
color, para que se apropie por lo del precio. Él la ve y como diciendo
"sí", sonríe con esa mueca de los… para que ella se someta.
El otro, los otros que escuchan están como en trance,
su mirada perdida siguiendo el sonido de toda la plaza inundada por las voces…
son como el ruido que hacen los búfalos en estampida. No se sabe si oyen
también al que le cuenta o sólo se
embelesan en el ruiderío de todo el mundo que asiste, de ahí rezuma el cuento
que se desprende del que le habla casi al oído. No se sabe, sólo ellos, los
cantadores y los escuchas.
De instante en instante el beduino de barba roja, que
está allá, se abocina la oreja con la mano derecha y acerca su oído a la boca
del que oficia. Me imagino que entrelaza la historia que oye de los labios del
Marroquí con todo el ambiente que envuelve a esta multitud que se desvive por
contar. La lengua es desconocida. No acierto a leer lo que dice, que ahora le
dice al oído. Me deslumbra lo que veo y oigo.
Allá, a treinta metros, una mujer con la cara cubierta
hasta sólo dejar ver sus ojos, rara en los Tuareg, ofrece los dátiles del oasis
de Suphum, el que está a la entrada de esta
ciudad, es un decir, aquí las distancias se miden en soles, soles que
salen y se meten, el oasis está a dos soles de este lugar. Desde allá viene
esta mujer, sin espanto de hombres por mujeres no invitadas. Por cada mujer hay
veinte hombres, unos hablando como en santería y otros vendiendo las telas que
son, dicen, parte de lo contado. Las alfombras mágicas de aquí para allá. Es
como querer ir hacia todos los lugares, después, no queda ya nada, ni el último
trago de licor. Los ojos del cantador se alelan, no se entiende, dicen que es
una mezcla de Sánscrito, lenguaje de elefantes y otras palabras que se quedaron
solas y ellos las recogieron, de unos turistas que vinieron hasta aquí a
salirse con la suya y las dejaron abandonadas. De huir de otros lugares, de
salirse con la suya... no había de otra. El crimen es que los ojos del hombre de aquí de al lado, se
visten de un suave y lánguido modo de mirar que se aquieta en los otros ojos
del que oye.
Aquí el Tuareg no es el violento y feroz hombre que
deambula por las arenas del desierto; no, aquí su sonrisa es a flor de labio,
se entiende que quiere agradar al que lo atiende, de su boca sacará lo del “domingo”
para irle a comprar al Beduino Mayor una cabra que en medio del desierto será
su fuente, hasta que la sed avance y el camello pida avena para ir a otro
lugar. Con la cara cubierta, su risa se ve a través de sus ojos descubiertos.
Yo llegué anoche, es como si fueran días, estaban los
vaqueros cocinando leche con cereal y cordero asado. De entre ellos había uno
que se esmeraba en embadurnar al animal con hojas olorosas que no conozco;
miraba con amor la braza que señalaba el fuego del hogar. Los otros vaqueros,
esperaban el guiso, alivianaban la premura con vino de árbol de dátil, sabor a
agua de coco, oloroso y penetrante, también venenoso para los ojos. "No lo
tomes así", me dijo en trastimoche de español mal hablado y pronunciado,
para luego agregar: "mira". Lo tomaba a sorbos pequeños como cuando
se prueba el caldo de cocina. “Se te enturbian los ojos”, dijo otro vaquero, es
bueno para el alma, pero te deja ciego. Yo, acostumbrado a tomar cerveza, ahora
tenía que beber como si de pócima se tratara. Así lo hice, un como
entumecimiento se me fue acomodando por los cachetes y luego a las manos y a
las piernas. Me quedé dormido. Hoy, al levantarme del tendajón de piel de
cordero, lo primero que vi fue esto, a los vaqueros contando sus historias. Las
voces arremolinadas con el humo de la carne y de la leña en que se asaban los
animales. No hay, en esta hora que miro, licor en los pocillos, lo que está son
las voces de los cuenteros, que aquí se les llama con una palabra que significa más o menos
cantadores. Pero es distinto, el lugar y la multitud hace que yo recapacite
para decirme: "no, no son cantadores". Y sí, son otra cosa. Otra muy
distinta que no puedo explicar. Más allá de donde aún está la mujer, hay otros
que levantan las manos como haciendo aspavientos, las manos también hablan,
siguen el ronroneo de los ojos, que en cola de gato terminara. Es otra manera
de ser alegres, una como nostalgia se desprende de los cuentos, abastecidos del
té de jengibre que toman con solemnidad. He preguntado. "Son historias que
se inventan, son las vivencias apuntaladas con sueños, mitad verdad, mitad mentira".
“De eso no hay reclamación, para eso es, por eso están”, dije como para evitar
los tratos y en respuesta. Aquél viene conmigo, otro vaquero que se le endulzó
el español en los oídos, de la ladera del Tíbet. Él, que ya ha estado aquí en
otros años me lo dijo. “Vas a ver lo que es contar y contar y escoger lo mejor.
Ahí es la mejor voz, son cantos, son sueños y son cuentos, a cual más el
mejor”. Los turistas se sientan junto al gran muro, levantado al frente de la
casa del gobierno, en butaques también de piel de carnero, toman leche de cabra
con dátiles del desierto y escuchan los cuentos que van de mano en mano como si
de abanicos fuera. Una vez que el canto les aburre se van a otro lugar, cambian
de puesto en la plaza y se sientan junto a otro Marroquí, para escuchar otros
sueños, y revueltas y escondrijos y de reinas, camellos tuertos que salvaron la
vida del propio del desierto. Me dijo mi acompaña, que el lenguaje se llama
Tuareg, algo así como una mezcla de Indú, Sánscrito antiguo y algún otro dialecto
Marroquí, dependiendo el origen del cuentero sin dejar de la mano las palabras
olvidadas, que fueron extranjeras, pero ahora forman parte de todo este
cuenterio.
Las caras son distintas, aquí no me pasó como allá con
los Chinos, que son todos iguales, no, aquí todos son distintos, cada cara una
arruga pintada de otra forma; “el desierto es de mil caminos”, me dice, a modo
de explicación. De lo que dejan ver de su cara, de la comisura de los ojos, de
ahí parten los caminos de su piel cobriza, templada con las mil jornadas que
las han recorrido. La piel con brillo y filo acusa los escondrijos de los mil
soles arrullados en esa piel. Las tiendas de los beduinos parecen palacios
entre la multitud a esta hora de tantas voces que se oyen. El Beduino Mayor, luce
tirado en uno de sus costados, mientras cuenta unas monedas que le entregaron
otros con los que comerció lo del piso, lo del lugar para contar. Él también da
lo que a alguien le falta, si de moneda se trata, al momento; la paga será con
animal, un tiempo pactado para contar o una aljaba llena de dátiles de la
frontera del oasis con el desierto. Pero no es ruido de dinero lo que se oye,
es un vocerío como de fantasmas, como de aparecidos que dejan oír sus voces,
como lamentos por lo que vendrá después, como si la orilla del otro momento se
espantara con este cuento vocerío.
Acá hay un gran señor, lleva sombrero de aluminio
cubierto de tela, como los que usan los cazadores de África y que lo hacen por
contento. La mascada roja al cuello, hace notar que es persona de bien, como
elegante, los pantalones bien planchados, camisa medida a su cuerpo y reloj de
oro en la muñeca. Lo primero, una pipa cargada de tabaco de la tienda del
Beduino y se deja caer en su butaque a esperar que el cantador se acerque a
cantarle al oído esas canciones; mientras, con modorra aspira de la pipa, con
supremo placer pintado en sus facciones, a como son los Chinos que aspiran el
humo del opio allá en Changhai, así mismo son. Dejan caer la cara, los músculos
se aflojan así, sólo por escuchar. Pareciera ser que las voces pertenecen a la
luz que esplende del sol. Empiezan apenas a las seis, a esa hora es a vender,
todos compran para comer. Se van y llegan otros y otros, vienen sólo a comprar.
Pegados al atardecer, que se anuncia, llegan estos que vienen a escuchar. Van a
la tienda, piden una pipa abastecida de tabaco y se sientan. Con la mano llaman
al de la voz, siempre es la voz la que asaltará el compás del que llama y oye,
según la quiera, así será. Más allá hay otro que también quiere escuchar pero a
la sombra y al lado del Beduino; “cuesta más” ––se oye desde el aire la voz que
salta–– "y qué", parece que dice el otro que propone, aceptan que es
desigual, que no es lo mismo sentado al lado del muro que adentro de la tienda,
que ahí abajo de la tienda de piel se sienten lo que son las cosas del
desierto, que el humo de tabaco endulzado con el olor rancio del Beduino, dará
a la narración otra esfera de ver, otra voz, otro olor de las palabras, y
mientras se endulza el humo con el olor de leche con dátiles, el Beduino hará
que el escucha imagine el ambiente del desierto a las tres de pasado el
mediodía, cuando la sangre hierve de tanto calor, y el sudor aquieta la venas y
se imagina y se ve a lo lejos el gran lago del desierto, el que los pierde,
tras el que va quien no sabe que aquí el calor es alucinación, o a las siete de
la noche la hora del té de jengibre, cuando el sopor invade y sólo se escucha
el ronquido de los camellos prestos para el otro día ir hacia otro lugar.
Algunos se duermen. Entonces, cuando el cantador ve
que ya no hay escucha, le arroba los sentidos, y así nomás, sin que se le haya
miedo, le hacen que la cartera se tumbe sola hasta el piso de piedra, le sacan
lo de adentro y la vuelven a su lugar, de ahí, cuando el escucha se levante de
su sueño, buscará y buscará entre sus ropas, y ahí la encontrará, del sueño no
se dará cuenta si la recogió del suelo o él mismo la embolsó, o él mismo la
esculcó o él mismo la gastó, no, aquí eso no se ve, digo, la discusión que
sigue, de ésa no hay, aquí se viene a escuchar y si no a pagar. Algunos que ya
saben de estas historias acostumbran venir sólo con lo del momento, sólo para
lo que se gastará en dos cuentos, y si el sueño los invade, entonces, ya cuando
estén en su cama en manos, con otro sueño con lo que queda de lo contado, una
rupia más o una rupia menos, no es lo de contagiar el ambiente con dolores, ya
demasiado ebrio de tanto oír y de tanto cantar.
Uno ve esto y se imagina al beduino solo en el
desierto cantándole a la arena y dejándola ir de modo suave a que no se cobre
lo de ayer, a que el camello se adelante como suerte para no morir a golpe de
calor y de ventolera no anunciada para cuando suene en la distancia el viento
que mata a los que no lo saben sortear. Imagina uno al hombre del desierto
ensimismado, para dejar pasar el vendaval que atasca las narices de tanta arena
calcinada por el sol y de tanto viento canícula, porque se adviene a lo de la
arena reseca es y de cambio de lugar como si fueran los calzones. Ahora ya son
las cuatro. Pareciera ser que el tiempo no cambia ni camina. Anochece y las
palabras también, una vez oscurecidas, sólo en el día-noche se ven las
penumbras de las tiendas de los beduinos. Ya cuando es de noche no hay luces
que encender, todo es oscuridad.
Desde ayer que llegué, y pasada la noche, parece ser
que todo ha quedado sin lugar ni escondrijo en alguna esquina del tiempo, nada,
no hay nada, todo el ambiente se detuvo; el Tuareg junto al Beduino que duerme,
también duerme. La luna sube escapando de la nube que le avisa, ya no hay gente
que los diga, ya se han dicho ––por hoy–– todos. Quizá mañana a la hora del sol
tibio, se escucharán otra vez las canciones del desierto, habrá otras gentes,
habrán otras voces, unos que se van y otros que llegarán; el continuo es la
eterna ensoñación de la voz del Tuareg. Una vez anunciado el sol, El Beduino se
asomará a la plaza para ver, enseguida arrancará de un tirón la puerta de su
tienda. Entonces, de nuevo las voces a poblar los oídos nuevos embebidos de tanto
calor marcando las voces de los Tuareg. Unos se habrán ido por la hendidura de
los vientos en pos de la arena y ese oleaje de calor que revienta en plena cara
y de los cuentos y de las noches pobladas
de los sueños, así van. Así se irán. Volverán cuando hayan pasado nueve
veces por el oasis de Assis, entonces su ojos estarán poblados de nuevas
historias, que de eso se consume el desierto de Al-Sahara, que por eso da la
arena y las noche avivan los recuerdos... los sueños para contar, y los Tuareg,
mitad sombra mitad palabra a ensoñar a otro lugar.
No hay comentarios:
Publicar un comentario