Paraíso.

Paraíso Tabasco, México. Playa, pantanos, comida, diversión, pezca...

sábado, 21 de julio de 2012

El Tuareg



Aquí el cuento se parece a un lamento. Por dos rupias el Marroquí le cuenta y le arroba en una historia, la canción suena lánguida como el paso del camello a las tres de la tarde por en medio del Sahara.
Desde hace varios días llegué a esta gran plaza central de la capital, Marruecos. Se vende, se compra, se canta y se cuenta. La algarabía es alrededor de estos cuenteros de historias con final afortunado. Los camellos de los vaqueros están apostados en espera de que su dueño se canse de contar. Unos llegan y otros se van. La mayoría son hombres: cuenteros y escuchas. Quizá a las mujeres no les gusta escuchar historias de beduinos. Quizá tampoco les acuse placer el olor a leche con el vaho rancio de los hombres del desierto. A la algarabía de la plaza que se parece a aquellos ruidos de hombres cantando en la Capilla Sixtina y a zumbido de colmena, se une el humo oloroso de asado de cabra. Como noticia de voz en voz por todo lo ancho de la plaza, así suenan estos ancestrales, pero aún modernos cuenteros. En ningún lugar del mundo se aprecia lo que se ve y se oye aquí. No se sabe de adónde sacan tanta cuentería. Están ahí parados. Alguien los llama y se arrancan a contar. Yo observo desde una orilla de la plaza montado en mi caballo. Un vaquero está a tres metros de donde me encuentro. Más allá un Tuareg se amolda en el parecer de una mujer de ojos azules, ofreciéndole una mantilla del mismo color, para que se apropie por lo del precio. Él la ve y como diciendo "sí", sonríe con esa mueca de los… para que ella se someta.
El otro, los otros que escuchan están como en trance, su mirada perdida siguiendo el sonido de toda la plaza inundada por las voces… son como el ruido que hacen los búfalos en estampida. No se sabe si oyen también  al que le cuenta o sólo se embelesan en el ruiderío de todo el mundo que asiste, de ahí rezuma el cuento que se desprende del que le habla casi al oído. No se sabe, sólo ellos, los cantadores y los escuchas.
De instante en instante el beduino de barba roja, que está allá, se abocina la oreja con la mano derecha y acerca su oído a la boca del que oficia. Me imagino que entrelaza la historia que oye de los labios del Marroquí con todo el ambiente que envuelve a esta multitud que se desvive por contar. La lengua es desconocida. No acierto a leer lo que dice, que ahora le dice al oído. Me deslumbra lo que veo y oigo.
Allá, a treinta metros, una mujer con la cara cubierta hasta sólo dejar ver sus ojos, rara en los Tuareg, ofrece los dátiles del oasis de Suphum, el que está a la entrada de esta  ciudad, es un decir, aquí las distancias se miden en soles, soles que salen y se meten, el oasis está a dos soles de este lugar. Desde allá viene esta mujer, sin espanto de hombres por mujeres no invitadas. Por cada mujer hay veinte hombres, unos hablando como en santería y otros vendiendo las telas que son, dicen, parte de lo contado. Las alfombras mágicas de aquí para allá. Es como querer ir hacia todos los lugares, después, no queda ya nada, ni el último trago de licor. Los ojos del cantador se alelan, no se entiende, dicen que es una mezcla de Sánscrito, lenguaje de elefantes y otras palabras que se quedaron solas y ellos las recogieron, de unos turistas que vinieron hasta aquí a salirse con la suya y las dejaron abandonadas. De huir de otros lugares, de salirse con la suya... no había de otra. El crimen es que  los ojos del hombre de aquí de al lado, se visten de un suave y lánguido modo de mirar que se aquieta en los otros ojos del que oye.
Aquí el Tuareg no es el violento y feroz hombre que deambula por las arenas del desierto; no, aquí su sonrisa es a flor de labio, se entiende que quiere agradar al que lo atiende, de su boca sacará lo del “domingo” para irle a comprar al Beduino Mayor una cabra que en medio del desierto será su fuente, hasta que la sed avance y el camello pida avena para ir a otro lugar. Con la cara cubierta, su risa se ve a través de sus ojos descubiertos.
Yo llegué anoche, es como si fueran días, estaban los vaqueros cocinando leche con cereal y cordero asado. De entre ellos había uno que se esmeraba en embadurnar al animal con hojas olorosas que no conozco; miraba con amor la braza que señalaba el fuego del hogar. Los otros vaqueros, esperaban el guiso, alivianaban la premura con vino de árbol de dátil, sabor a agua de coco, oloroso y penetrante, también venenoso para los ojos. "No lo tomes así", me dijo en trastimoche de español mal hablado y pronunciado, para luego agregar: "mira". Lo tomaba a sorbos pequeños como cuando se prueba el caldo de cocina. “Se te enturbian los ojos”, dijo otro vaquero, es bueno para el alma, pero te deja ciego. Yo, acostumbrado a tomar cerveza, ahora tenía que beber como si de pócima se tratara. Así lo hice, un como entumecimiento se me fue acomodando por los cachetes y luego a las manos y a las piernas. Me quedé dormido. Hoy, al levantarme del tendajón de piel de cordero, lo primero que vi fue esto, a los vaqueros contando sus historias. Las voces arremolinadas con el humo de la carne y de la leña en que se asaban los animales. No hay, en esta hora que miro, licor en los pocillos, lo que está son las voces de los cuenteros, que aquí se les llama  con una palabra que significa más o menos cantadores. Pero es distinto, el lugar y la multitud hace que yo recapacite para decirme: "no, no son cantadores". Y sí, son otra cosa. Otra muy distinta que no puedo explicar. Más allá de donde aún está la mujer, hay otros que levantan las manos como haciendo aspavientos, las manos también hablan, siguen el ronroneo de los ojos, que en cola de gato terminara. Es otra manera de ser alegres, una como nostalgia se desprende de los cuentos, abastecidos del té de jengibre que toman con solemnidad. He preguntado. "Son historias que se inventan, son las vivencias apuntaladas con sueños, mitad verdad, mitad mentira". “De eso no hay reclamación, para eso es, por eso están”, dije como para evitar los tratos y en respuesta. Aquél viene conmigo, otro vaquero que se le endulzó el español en los oídos, de la ladera del Tíbet. Él, que ya ha estado aquí en otros años me lo dijo. “Vas a ver lo que es contar y contar y escoger lo mejor. Ahí es la mejor voz, son cantos, son sueños y son cuentos, a cual más el mejor”. Los turistas se sientan junto al gran muro, levantado al frente de la casa del gobierno, en butaques también de piel de carnero, toman leche de cabra con dátiles del desierto y escuchan los cuentos que van de mano en mano como si de abanicos fuera. Una vez que el canto les aburre se van a otro lugar, cambian de puesto en la plaza y se sientan junto a otro Marroquí, para escuchar otros sueños, y revueltas y escondrijos y de reinas, camellos tuertos que salvaron la vida del propio del desierto. Me dijo mi acompaña, que el lenguaje se llama Tuareg, algo así como una mezcla de Indú, Sánscrito antiguo y algún otro dialecto Marroquí, dependiendo el origen del cuentero sin dejar de la mano las palabras olvidadas, que fueron extranjeras, pero ahora forman parte de todo este cuenterio.
Las caras son distintas, aquí no me pasó como allá con los Chinos, que son todos iguales, no, aquí todos son distintos, cada cara una arruga pintada de otra forma; “el desierto es de mil caminos”, me dice, a modo de explicación. De lo que dejan ver de su cara, de la comisura de los ojos, de ahí parten los caminos de su piel cobriza, templada con las mil jornadas que las han recorrido. La piel con brillo y filo acusa los escondrijos de los mil soles arrullados en esa piel. Las tiendas de los beduinos parecen palacios entre la multitud a esta hora de tantas voces que se oyen. El Beduino Mayor, luce tirado en uno de sus costados, mientras cuenta unas monedas que le entregaron otros con los que comerció lo del piso, lo del lugar para contar. Él también da lo que a alguien le falta, si de moneda se trata, al momento; la paga será con animal, un tiempo pactado para contar o una aljaba llena de dátiles de la frontera del oasis con el desierto. Pero no es ruido de dinero lo que se oye, es un vocerío como de fantasmas, como de aparecidos que dejan oír sus voces, como lamentos por lo que vendrá después, como si la orilla del otro momento se espantara con este cuento vocerío.
Acá hay un gran señor, lleva sombrero de aluminio cubierto de tela, como los que usan los cazadores de África y que lo hacen por contento. La mascada roja al cuello, hace notar que es persona de bien, como elegante, los pantalones bien planchados, camisa medida a su cuerpo y reloj de oro en la muñeca. Lo primero, una pipa cargada de tabaco de la tienda del Beduino y se deja caer en su butaque a esperar que el cantador se acerque a cantarle al oído esas canciones; mientras, con modorra aspira de la pipa, con supremo placer pintado en sus facciones, a como son los Chinos que aspiran el humo del opio allá en Changhai, así mismo son. Dejan caer la cara, los músculos se aflojan así, sólo por escuchar. Pareciera ser que las voces pertenecen a la luz que esplende del sol. Empiezan apenas a las seis, a esa hora es a vender, todos compran para comer. Se van y llegan otros y otros, vienen sólo a comprar. Pegados al atardecer, que se anuncia, llegan estos que vienen a escuchar. Van a la tienda, piden una pipa abastecida de tabaco y se sientan. Con la mano llaman al de la voz, siempre es la voz la que asaltará el compás del que llama y oye, según la quiera, así será. Más allá hay otro que también quiere escuchar pero a la sombra y al lado del Beduino; “cuesta más” ––se oye desde el aire la voz que salta–– "y qué", parece que dice el otro que propone, aceptan que es desigual, que no es lo mismo sentado al lado del muro que adentro de la tienda, que ahí abajo de la tienda de piel se sienten lo que son las cosas del desierto, que el humo de tabaco endulzado con el olor rancio del Beduino, dará a la narración otra esfera de ver, otra voz, otro olor de las palabras, y mientras se endulza el humo con el olor de leche con dátiles, el Beduino hará que el escucha imagine el ambiente del desierto a las tres de pasado el mediodía, cuando la sangre hierve de tanto calor, y el sudor aquieta la venas y se imagina y se ve a lo lejos el gran lago del desierto, el que los pierde, tras el que va quien no sabe que aquí el calor es alucinación, o a las siete de la noche la hora del té de jengibre, cuando el sopor invade y sólo se escucha el ronquido de los camellos prestos para el otro día ir hacia otro lugar.
Algunos se duermen. Entonces, cuando el cantador ve que ya no hay escucha, le arroba los sentidos, y así nomás, sin que se le haya miedo, le hacen que la cartera se tumbe sola hasta el piso de piedra, le sacan lo de adentro y la vuelven a su lugar, de ahí, cuando el escucha se levante de su sueño, buscará y buscará entre sus ropas, y ahí la encontrará, del sueño no se dará cuenta si la recogió del suelo o él mismo la embolsó, o él mismo la esculcó o él mismo la gastó, no, aquí eso no se ve, digo, la discusión que sigue, de ésa no hay, aquí se viene a escuchar y si no a pagar. Algunos que ya saben de estas historias acostumbran venir sólo con lo del momento, sólo para lo que se gastará en dos cuentos, y si el sueño los invade, entonces, ya cuando estén en su cama en manos, con otro sueño con lo que queda de lo contado, una rupia más o una rupia menos, no es lo de contagiar el ambiente con dolores, ya demasiado ebrio de tanto oír y de tanto cantar.
Uno ve esto y se imagina al beduino solo en el desierto cantándole a la arena y dejándola ir de modo suave a que no se cobre lo de ayer, a que el camello se adelante como suerte para no morir a golpe de calor y de ventolera no anunciada para cuando suene en la distancia el viento que mata a los que no lo saben sortear. Imagina uno al hombre del desierto ensimismado, para dejar pasar el vendaval que atasca las narices de tanta arena calcinada por el sol y de tanto viento canícula, porque se adviene a lo de la arena reseca es y de cambio de lugar como si fueran los calzones. Ahora ya son las cuatro. Pareciera ser que el tiempo no cambia ni camina. Anochece y las palabras también, una vez oscurecidas, sólo en el día-noche se ven las penumbras de las tiendas de los beduinos. Ya cuando es de noche no hay luces que encender, todo es oscuridad.
Desde ayer que llegué, y pasada la noche, parece ser que todo ha quedado sin lugar ni escondrijo en alguna esquina del tiempo, nada, no hay nada, todo el ambiente se detuvo; el Tuareg junto al Beduino que duerme, también duerme. La luna sube escapando de la nube que le avisa, ya no hay gente que los diga, ya se han dicho ––por hoy–– todos. Quizá mañana a la hora del sol tibio, se escucharán otra vez las canciones del desierto, habrá otras gentes, habrán otras voces, unos que se van y otros que llegarán; el continuo es la eterna ensoñación de la voz del Tuareg. Una vez anunciado el sol, El Beduino se asomará a la plaza para ver, enseguida arrancará de un tirón la puerta de su tienda. Entonces, de nuevo las voces a poblar los oídos nuevos embebidos de tanto calor marcando las voces de los Tuareg. Unos se habrán ido por la hendidura de los vientos en pos de la arena y ese oleaje de calor que revienta en plena cara y de los cuentos y de las noches pobladas  de los sueños, así van. Así se irán. Volverán cuando hayan pasado nueve veces por el oasis de Assis, entonces su ojos estarán poblados de nuevas historias, que de eso se consume el desierto de Al-Sahara, que por eso da la arena y las noche avivan los recuerdos... los sueños para contar, y los Tuareg, mitad sombra mitad palabra a ensoñar a otro lugar.

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