Paraíso.

Paraíso Tabasco, México. Playa, pantanos, comida, diversión, pezca...

viernes, 20 de julio de 2012

El balsero



Entonces es el río. El remanso. La corriente abierta como agua. El viaje es tranquilo y perfumado. Hay que ir hasta allá. El Señor espera. Sólo recibe a hombres. Y tan encantada de darle gracias que no se contiene a dar con ese testamento; “será así”, se dice, que al fin entre comillas todo se puede. La balsa zozobra en su misma calma del ver y correr con el agua. De provisiones escaldo de agua con cacao, un ave congelada como piedra, un morral abastecido con cebolla, ajo y una serpiente de colmillos afilados. Al fondo, al frente y a los lados agua pura y días que recorrer como una carretera de pura agua. Del fondo del río se aparecen matajuelas, carpas, tenhuayacas y otras cosas aún no… Un vestido de hombre con camisa arremangada y pantalones tiesos.
Se subió, según estaba planeado, era una balsa de tablas de hojas y palos de maíz, el caballo solo se avistó en sí mismo y se quedó dormido; no eran horas de cabalgar y menos con mentiras. La meditación fue algo no programado, como cuando el día trae cosas desconocidas pero dulces. Abandonó el timón de miel, el motor alimentado con carbón de masa se fue lento como horas interminables. Se durmió. Una vez que pasó el tiempo ––es de entenderse sin prisa–– se dijo para sí: “para pensar en lo que sigue hay que hacer agua de tabaco con azúcar”. Así lo hizo, en lo que batía con los dedos, tan finos y tan suaves, una sed de agua tan ancha y tan lenta de mil horas se le fue adelantando en la garganta.
Lo hizo, bebió del agua abastecida y lechosa y semi amarga, su sed aminoró el espanto de tantas horas que pasaban y el tren de la balsa y los motores a todo carbón no daban la prisa del encanto por el viaje. Sin sentirlo ni pensarlo, amaneció el primer día con el alba a cuestas, que cuando se navega así sin timón para delante y sólo el agua corra y empuje, todo sucede. De pronto la balsa daba vueltas en el mismo lugar, estaba incendiada con aromas de gardenias y agujas envenenadas como los colmillos de la bestia que dormía en su morral, del fondo de la poza fluían ruidos, turbiones y finado en espíritu que sólo anunciaba respiro de agua venido desde abajo. Remolino de agua suave dando vueltas sobre sí mismo. Un ahogado con agua dormida en los pulmones. No se amilanó, agarró un remo del tamaño de las columnas de Hércules y remó hacia afuera, era preciso salir de ese remanso, cueva que amenazaba en sus vueltas atrapar sus sueños de llegar al puerto, como la otra cueva donde había distinta culebra entumecida. Cogió un abanico de escamas babosas y lo tendió para que el sol se inclinara ahí, lo logró. De improviso avistó a su caballo que estaba en la orilla, se quitó el sombrero y abanicó como para espantar a las moscas, lo logró, el caballo por la orilla sacudió su cola, al lado estaba un hombre casi muerto de miedo con un cardumen de tilápias escaldadas haciéndole rueda por si se dormía. Con el remo, ayudó al motor, se soliviantó la corriente, la espuma que salía del remo, por ser cómplice del agua, envolvió su cara, de un tirón se arrancó la máscara, el agua seguía fluyendo, ahora la balsa encaminaba su rueda hacia el otro torno del río, que es lo mismo: en cada torno una poza y junto a la poza un remanso y junto al remanso un remolino de espinas y caballos apretujados por tanta agua y abultamiento de la panza pronto a dar a luz otros caballos. Ya era mediodía, la hora del agua embravecida con cacao; con suprema calma agarró su estancia y odre y cántaro, y así, como si ya estuviera escrito, el agua se envasó en ese odre, antes hubo necesidad de bajar el cántaro como si fuera pozo oscuro, después, del cántaro vació agua al odre, sus dedos dos remolinos esculcando al agua y amasijándola y entrometiéndola con el cacao como Celestina entromete a la mujer con el hombre que le paga, así era todo, sacó un ave, le torció el ala y así, sin decir va, la tomó entre sus manos, luego del maíz de cola entortó una porción de ala, el ave no dijo nada; imaginen esa agua tan profunda, con esa sed tan inmensa, y luego el ala, pasada por carbón del mismo motor, todo fue como endulzar la media fajina con frijoles en manteca. Después cargó la escopeta con balas de espuma de la misma agua y disparó a las mojarras. Una a una fueron cayendo, no derramaban sangre, era agua de pez, una agua salobre y profunda, de la espuma que se levantaba de esa agua salían destellos de colores, la luz del sol era colada al otro lado de la espuma y entonces el poliedro de luces palpitaba. De nuevo fue a disparar. Sacó un cigarro y la escopeta se cargó de balas de humo, no se veían salir, pero los peces, una vez arrobados de humo se levantaban del agua y se iban a posar sobre la balsa de madera de maíz como piedra.
Así, en cómoda plática se dejaba llevar por esas aguas arrobadas y estáticas. De cuando en cuando despertaba de su largo letargo líquido y visceral para irse a jugar un extraño juego como de lobos. El caballo seguía, ya habían pasado dos días. El viaje continuaba. Se propuso hacer un guisado de hígado de tortuga, se dio a la tarea, sacó el filo del arpón, lo encajo en una estaca de madera y lo lanzó con fuerza hacia la concha que dormitaba en medio del río. Por una extraña fascinación, la concha se pegó al arpón, tanto que subió como si de la escalera al cielo se tratara. La desnucó, aun así, trastabillaba el animal como borracho de tanta muerte en la coraza, no pudo alzarla de esa situación, la muerte la fue invadiendo igual que invade la noche al día, se fue poniendo negra. Cerró la boca, así, una vez entumecida, le sacó las vísceras, las untó a la hoguera que ardía en el medio del agua y el fuego tenaz las absorbió de ajos, cebollas, toronjil y una gota de manteca de iguana. Volvió al maíz, envolvió a ese guiso en la tortilla y sin más ni más se lo comió de un taco. El frijol satisfecho de manteca de armadillo estaba a la espera, que sin tortilla esos frijoles más bien les fuera que murieran.
Como hacer la propia voluntad sin que se haya a quien contradecir, así se va el balsero, su caballo a leguas de conocido sólo siguiendo el camino por la tierra.
Ahora está el “vaquero” entre comillas a medio día. Del fondo de este remanso salen turbiones y laderas de agua. “Son ahogados que quieren salir”, se dice, "almas en pena que vagan a la espera de otro que los saque de ese encanto" agrega. En la orilla hay duendes jugando en cascada como el agua. Y es de año con año. Desde los siete lo recuerda. Antes era por los lodazales, por las laderas de los cerros. Ahora por agua. Se entume el cuerpo pero se aliviana lo del camino. Subir y bajar, y ahí está, por aquel lado de los potrerales. Ahora es sólo dejarse llevar por el agua y lo del tiempo que sea como una borrachera, ya se sabe, el morir es solo, no  debe prestar el saludo de la muerte para otros momentos o para otras cosas: es de uno solo. Aquí la prisa no vale, es irse acomodando a lo que venga, si de lluvia se trata, mejor que lo del sol a plomo que así se ensucian los momentos y el letargo de la tarde se convierta en sueño que mata si uno se atreve a irse en sólo pensamiento. No es bueno hacer el amor con el río como si uno fuera adolescente, no, eso no, es un dejarse ir sin nada guardado entre las manos como cuando ella espera, mínimo, media hora limando para completar las tres venidas. En la mañana es el suave aroma que despejan las aguas, a que se levanten a entibiar la mañana y que no sea tan de calores soberbios que en una abanicada no ilumina lo de ser sofoco por lo cálido del ambiente. A eso de las doce un baño. Tirarse de un clavado a esas aguas tan profundas, sólo que no sea poza de remanso porque se corre el riesgo de no aparecer más por este camino y la balsa sola ––ya se sabe–– irá a caer en una de esas pozas y se acabará su paciencia dando vueltas sobre sí misma como el juego de los niños a la tarde de rondas y cantos y calumnias que solas se aguantan de oír tanto ruido que no fuera por lo del sueño que agota todo el cuerpo a esa hora. La balsa asiste, de mañana y de la tarde se ennoblece para dar de sí lo que sobra como si fuera tabla de columpio. Sí, todo lo da y nada se guarda para sí ni de egoísmo ni de fachas de mujeres endulzadas con alegría de a media tarde y de un marido joven que se apresta a ser como de ellas.
El santuario espera allá abajo… es de lujo ir en estas fachas. Ya lo sabe, el santo sólo acepta a hombres y si no, el pecado se pague con angustia de muerte atravesada por dos colmillos de serpiente. Sobre la tabla de la balsa va de todo, hasta una camisa nueva si falta a la hora del rezo en que el niño se asome a ver si los hombres están a la espera como es lo prometido de año con año. Que dicen no nacido pero el milagro existe sin que se diga quien lo hizo, sólo lo de ver a los ciegos con ojos bien abiertos, de tullidos con su cama al hombro y de locos con mil demonios como carne de cerdo que se empinaron a ver los milagros y cargaron con esos demonios. Es igual, es lo mismo, y de un ver, y de un subir y un bajar ahí está Bachajón para dejar entrar sólo a los de testículos bien puestos, y no haya mujer que se atreva a insultar con un engaño al Señor Dios que se esconde en aquella cueva, pues el castigo es la serpiente que la bese con dos colmillos por delante. Eso piensa mientras baja y baja y río abajo sigue en ese remanso que parecen mil días y uno acaba y otro empieza y dicen que son tres días con sus noches para irse acercando a lo del milagro para ser como el que ofrece regalo por lo bien recibido de todo el año, que no se olvida fue bueno y con decir que del maíz se dio todo y en dos cosechas. El caballo ahora va solo pero no sabe si dará con el camino y dicen que caballo y dueño se ventean con eso de los aires que dan de este lado y es sólo pararse en el lugar propicio de escuchar y sentir, por un lado los cascos del animal y por el otro el olor a lienzo de percha de silla de caballo que es olor que cruza el viento como si de un lucero que cae a media noche fuera. Sudor amaneciendo de caballo después del trote en el potrero.
El señor de los cielos está en el fin de este camino. Hasta allá se irá. Una vez que el río curve hacia otro lado, tomará otro camino a pie para que llegue como si fuera nada, mientras es irse columpiando de un pretil de momento que de instante no tiene nada porque es un ir e ir bajando paso a paso, agua por agua, sin que ella misma lo note y así sin prisa llegar a lo del encanto, porque es pecado prometer para cada año y no cumplir, que el señor lo da todo y hasta demás de lo que uno se merece, pero se está con la idea fija, en la idea que de aquí no salta del río si no es para ir a ese encuentro. A cada recodo recorre la mirada y no ve más que barrancos y arenas desiertas donde juegan mocosos de la calle y peces que se arrullan con la fresca que se levanta del medio del río para enfrescar lo que falta del camino. Y ahí va. De vez en cuando se inventa compañías y habla de todo, de los recuerdos, de la oración escrita en su canto y todo su corazón se inunda por eso de ver al señor que está allá abajo y ahora se ve “solo” y feliz por ese encuentro, desde luego entre comillas, que lo verá allá sin que se haya mujer que lo acompañe porque pesan maldiciones y lamento. “Cuidado de meterse con mujer a ver al santo... ¡cuidado!” No es de ese idioma y con decir que todo lo adivina y un engaño de ese calibre fuera mejor morir de una fiebre que agolpara los sentidos e hiciera oír a los propios demonios sin ver que son los mismos, los que uno lleva adentro.
Despierta, la balsa se ha ido como jugando entre los meandros de las aguas. Se siente “el rey” de eso que ve. La ropa que lleva puesta no la siente. Se echa un clavado, nada y nada a copas de lo que viene por delante. Los antepasados lo dijeron, es un ir y es un venir, como decir: “un subir y un bajar y ahí está Bachajón”. De las idas y venidas de las aguas los duendes se asoman para ver, están a cada paso del río, el encanto de los gritos de la gente que lo ve pasar se le asemeja a un caudal de voces que lo alistan para ir adonde está el señor que ha de darle lo de hoy, lo de mañana y lo que falta del año y el próximo regresar en este mismo viaje. Ya se acerca, van tres días, falta sólo una noche. Las cumbres lo delatan. Platica con uno que oye, lo saluda, lo tienta, en eso un ave rapaz da vuelo rasante, lo toma como un saludo, un pez allá se merece a ser oído, las voces se asemejan a la de la cuadra de toriles a que salga el toro a la rueda de sol; como en tendido se deja acariciar por esas voces, ya está muy cerca, el torno es lo que falta, se dice: "entraré, de eso no hay ninguna duda”. Empieza por el morral. El veneno de nahuyaca está en el pomito negro, no lo ve, del ave de oro sólo quedan huesos, de sus hombros la camisa de fuerza se asoma para dejar ver y denunciar lo que  quiere ocultar, sin más se atreve, avienta el morral hacia la tierra, no hay nada que decir, a paso lento la balsa sigue con ese ritmo de las aguas, no corren, están tranquilas; como si nada salta al agua, el fondo lodoso la recibe, el ave cuelga de su pecho, la medalla ––lo recuerda–– es del señor. Sin que se haya avistamiento por lo de ayer, se cuelga del agua, da el salto, eso es por lo de ayer, salto del agua al agua, se queda así, se dice temerosa: "lo adivinará", se pone el chaleco salvavidas, tiende la mirada al horizonte y los ve. Se anima a caminar, después de un subir y un bajar ahí está, son puros hombres a la entrada; dicen que el señor está de malas. Entra. Ya está frente a él, lo mira a los ojos, se deja ver a que le crea… “no, así no debe ser”, adivina... Mujer vestida de hombre no. La mirada de ella se congela antes de saltar por lo que ve, la serpiente tira el mordisco, El Señor Estatua Piedra dice con sus ojos fulminantes: “te lo dije, conmigo no es de juegos”. De la mano suave y larga corren dos hilillos de sangre fresca, la serpiente se escurre otra vez hacia su cueva. La balsa sigue navegando.       

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