Entonces es el río. El remanso. La corriente abierta
como agua. El viaje es tranquilo y perfumado. Hay que ir hasta allá. El Señor
espera. Sólo recibe a hombres. Y tan encantada de darle gracias que no se
contiene a dar con ese testamento; “será así”, se dice, que al fin entre
comillas todo se puede. La balsa zozobra en su misma calma del ver y correr con
el agua. De provisiones escaldo de agua con cacao, un ave congelada como
piedra, un morral abastecido con cebolla, ajo y una serpiente de colmillos
afilados. Al fondo, al frente y a los lados agua pura y días que recorrer como
una carretera de pura agua. Del fondo del río se aparecen matajuelas, carpas,
tenhuayacas y otras cosas aún no… Un vestido de hombre con camisa arremangada y
pantalones tiesos.
Se subió, según estaba planeado, era una balsa de
tablas de hojas y palos de maíz, el caballo solo se avistó en sí mismo y se
quedó dormido; no eran horas de cabalgar y menos con mentiras. La meditación
fue algo no programado, como cuando el día trae cosas desconocidas pero dulces.
Abandonó el timón de miel, el motor alimentado con carbón de masa se fue lento
como horas interminables. Se durmió. Una vez que pasó el tiempo ––es de
entenderse sin prisa–– se dijo para sí: “para pensar en lo que sigue hay que
hacer agua de tabaco con azúcar”. Así lo hizo, en lo que batía con los dedos,
tan finos y tan suaves, una sed de agua tan ancha y tan lenta de mil horas se
le fue adelantando en la garganta.
Lo hizo, bebió del agua abastecida y lechosa y semi
amarga, su sed aminoró el espanto de tantas horas que pasaban y el tren de la
balsa y los motores a todo carbón no daban la prisa del encanto por el viaje.
Sin sentirlo ni pensarlo, amaneció el primer día con el alba a cuestas, que
cuando se navega así sin timón para delante y sólo el agua corra y empuje, todo
sucede. De pronto la balsa daba vueltas en el mismo lugar, estaba incendiada
con aromas de gardenias y agujas envenenadas como los colmillos de la bestia
que dormía en su morral, del fondo de la poza fluían ruidos, turbiones y finado
en espíritu que sólo anunciaba respiro de agua venido desde abajo. Remolino de
agua suave dando vueltas sobre sí mismo. Un ahogado con agua dormida en los
pulmones. No se amilanó, agarró un remo del tamaño de las columnas de Hércules
y remó hacia afuera, era preciso salir de ese remanso, cueva que amenazaba en
sus vueltas atrapar sus sueños de llegar al puerto, como la otra cueva donde
había distinta culebra entumecida. Cogió un abanico de escamas babosas y lo
tendió para que el sol se inclinara ahí, lo logró. De improviso avistó a su
caballo que estaba en la orilla, se quitó el sombrero y abanicó como para
espantar a las moscas, lo logró, el caballo por la orilla sacudió su cola, al
lado estaba un hombre casi muerto de miedo con un cardumen de tilápias
escaldadas haciéndole rueda por si se dormía. Con el remo, ayudó al motor, se
soliviantó la corriente, la espuma que salía del remo, por ser cómplice del
agua, envolvió su cara, de un tirón se arrancó la máscara, el agua seguía
fluyendo, ahora la balsa encaminaba su rueda hacia el otro torno del río, que
es lo mismo: en cada torno una poza y junto a la poza un remanso y junto al
remanso un remolino de espinas y caballos apretujados por tanta agua y
abultamiento de la panza pronto a dar a luz otros caballos. Ya era mediodía, la
hora del agua embravecida con cacao; con suprema calma agarró su estancia y
odre y cántaro, y así, como si ya estuviera escrito, el agua se envasó en ese
odre, antes hubo necesidad de bajar el cántaro como si fuera pozo oscuro,
después, del cántaro vació agua al odre, sus dedos dos remolinos esculcando al agua
y amasijándola y entrometiéndola con el cacao como Celestina entromete a la
mujer con el hombre que le paga, así era todo, sacó un ave, le torció el ala y
así, sin decir va, la tomó entre sus manos, luego del maíz de cola entortó una
porción de ala, el ave no dijo nada; imaginen esa agua tan profunda, con esa
sed tan inmensa, y luego el ala, pasada por carbón del mismo motor, todo fue
como endulzar la media fajina con frijoles en manteca. Después cargó la
escopeta con balas de espuma de la misma agua y disparó a las mojarras. Una a
una fueron cayendo, no derramaban sangre, era agua de pez, una agua salobre y
profunda, de la espuma que se levantaba de esa agua salían destellos de
colores, la luz del sol era colada al otro lado de la espuma y entonces el poliedro
de luces palpitaba. De nuevo fue a disparar. Sacó un cigarro y la escopeta se
cargó de balas de humo, no se veían salir, pero los peces, una vez arrobados de
humo se levantaban del agua y se iban a posar sobre la balsa de madera de maíz
como piedra.
Así, en cómoda plática se dejaba llevar por esas aguas
arrobadas y estáticas. De cuando en cuando despertaba de su largo letargo
líquido y visceral para irse a jugar un extraño juego como de lobos. El caballo
seguía, ya habían pasado dos días. El viaje continuaba. Se propuso hacer un
guisado de hígado de tortuga, se dio a la tarea, sacó el filo del arpón, lo
encajo en una estaca de madera y lo lanzó con fuerza hacia la concha que
dormitaba en medio del río. Por una extraña fascinación, la concha se pegó al
arpón, tanto que subió como si de la escalera al cielo se tratara. La desnucó,
aun así, trastabillaba el animal como borracho de tanta muerte en la coraza, no
pudo alzarla de esa situación, la muerte la fue invadiendo igual que invade la
noche al día, se fue poniendo negra. Cerró la boca, así, una vez entumecida, le
sacó las vísceras, las untó a la hoguera que ardía en el medio del agua y el
fuego tenaz las absorbió de ajos, cebollas, toronjil y una gota de manteca de
iguana. Volvió al maíz, envolvió a ese guiso en la tortilla y sin más ni más se
lo comió de un taco. El frijol satisfecho de manteca de armadillo estaba a la
espera, que sin tortilla esos frijoles más bien les fuera que murieran.
Como hacer la propia voluntad sin que se haya a quien
contradecir, así se va el balsero, su caballo a leguas de conocido sólo
siguiendo el camino por la tierra.
Ahora está el “vaquero” entre comillas a medio día.
Del fondo de este remanso salen turbiones y laderas de agua. “Son ahogados que
quieren salir”, se dice, "almas en pena que vagan a la espera de otro que
los saque de ese encanto" agrega. En la orilla hay duendes jugando en
cascada como el agua. Y es de año con año. Desde los siete lo recuerda. Antes
era por los lodazales, por las laderas de los cerros. Ahora por agua. Se entume
el cuerpo pero se aliviana lo del camino. Subir y bajar, y ahí está, por aquel
lado de los potrerales. Ahora es sólo dejarse llevar por el agua y lo del
tiempo que sea como una borrachera, ya se sabe, el morir es solo, no debe prestar el saludo de la muerte para
otros momentos o para otras cosas: es de uno solo. Aquí la prisa no vale, es
irse acomodando a lo que venga, si de lluvia se trata, mejor que lo del sol a
plomo que así se ensucian los momentos y el letargo de la tarde se convierta en
sueño que mata si uno se atreve a irse en sólo pensamiento. No es bueno hacer
el amor con el río como si uno fuera adolescente, no, eso no, es un dejarse ir
sin nada guardado entre las manos como cuando ella espera, mínimo, media hora
limando para completar las tres venidas. En la mañana es el suave aroma que
despejan las aguas, a que se levanten a entibiar la mañana y que no sea tan de
calores soberbios que en una abanicada no ilumina lo de ser sofoco por lo cálido
del ambiente. A eso de las doce un baño. Tirarse de un clavado a esas aguas tan
profundas, sólo que no sea poza de remanso porque se corre el riesgo de no
aparecer más por este camino y la balsa sola ––ya se sabe–– irá a caer en una
de esas pozas y se acabará su paciencia dando vueltas sobre sí misma como el
juego de los niños a la tarde de rondas y cantos y calumnias que solas se
aguantan de oír tanto ruido que no fuera por lo del sueño que agota todo el
cuerpo a esa hora. La balsa asiste, de mañana y de la tarde se ennoblece para
dar de sí lo que sobra como si fuera tabla de columpio. Sí, todo lo da y nada
se guarda para sí ni de egoísmo ni de fachas de mujeres endulzadas con alegría
de a media tarde y de un marido joven que se apresta a ser como de ellas.
El santuario espera allá abajo… es de lujo ir en estas
fachas. Ya lo sabe, el santo sólo acepta a hombres y si no, el pecado se pague
con angustia de muerte atravesada por dos colmillos de serpiente. Sobre la
tabla de la balsa va de todo, hasta una camisa nueva si falta a la hora del rezo
en que el niño se asome a ver si los hombres están a la espera como es lo
prometido de año con año. Que dicen no nacido pero el milagro existe sin que se
diga quien lo hizo, sólo lo de ver a los ciegos con ojos bien abiertos, de
tullidos con su cama al hombro y de locos con mil demonios como carne de cerdo
que se empinaron a ver los milagros y cargaron con esos demonios. Es igual, es
lo mismo, y de un ver, y de un subir y un bajar ahí está Bachajón para dejar
entrar sólo a los de testículos bien puestos, y no haya mujer que se atreva a
insultar con un engaño al Señor Dios que se esconde en aquella cueva, pues el
castigo es la serpiente que la bese con dos colmillos por delante. Eso piensa
mientras baja y baja y río abajo sigue en ese remanso que parecen mil días y
uno acaba y otro empieza y dicen que son tres días con sus noches para irse
acercando a lo del milagro para ser como el que ofrece regalo por lo bien
recibido de todo el año, que no se olvida fue bueno y con decir que del maíz se
dio todo y en dos cosechas. El caballo ahora va solo pero no sabe si dará con
el camino y dicen que caballo y dueño se ventean con eso de los aires que dan
de este lado y es sólo pararse en el lugar propicio de escuchar y sentir, por
un lado los cascos del animal y por el otro el olor a lienzo de percha de silla
de caballo que es olor que cruza el viento como si de un lucero que cae a media
noche fuera. Sudor amaneciendo de caballo después del trote en el potrero.
El señor de los cielos está en el fin de este camino.
Hasta allá se irá. Una vez que el río curve hacia otro lado, tomará otro camino
a pie para que llegue como si fuera nada, mientras es irse columpiando de un
pretil de momento que de instante no tiene nada porque es un ir e ir bajando
paso a paso, agua por agua, sin que ella misma lo note y así sin prisa llegar a
lo del encanto, porque es pecado prometer para cada año y no cumplir, que el
señor lo da todo y hasta demás de lo que uno se merece, pero se está con la
idea fija, en la idea que de aquí no salta del río si no es para ir a ese
encuentro. A cada recodo recorre la mirada y no ve más que barrancos y arenas
desiertas donde juegan mocosos de la calle y peces que se arrullan con la
fresca que se levanta del medio del río para enfrescar lo que falta del camino.
Y ahí va. De vez en cuando se inventa compañías y habla de todo, de los
recuerdos, de la oración escrita en su canto y todo su corazón se inunda por
eso de ver al señor que está allá abajo y ahora se ve “solo” y feliz por ese
encuentro, desde luego entre comillas, que lo verá allá sin que se haya mujer
que lo acompañe porque pesan maldiciones y lamento. “Cuidado de meterse con
mujer a ver al santo... ¡cuidado!” No es de ese idioma y con decir que todo lo
adivina y un engaño de ese calibre fuera mejor morir de una fiebre que agolpara
los sentidos e hiciera oír a los propios demonios sin ver que son los mismos,
los que uno lleva adentro.
Despierta, la balsa se ha ido como jugando entre los
meandros de las aguas. Se siente “el rey” de eso que ve. La ropa que lleva
puesta no la siente. Se echa un clavado, nada y nada a copas de lo que viene
por delante. Los antepasados lo dijeron, es un ir y es un venir, como decir:
“un subir y un bajar y ahí está Bachajón”. De las idas y venidas de las aguas
los duendes se asoman para ver, están a cada paso del río, el encanto de los
gritos de la gente que lo ve pasar se le asemeja a un caudal de voces que lo
alistan para ir adonde está el señor que ha de darle lo de hoy, lo de mañana y
lo que falta del año y el próximo regresar en este mismo viaje. Ya se acerca,
van tres días, falta sólo una noche. Las cumbres lo delatan. Platica con uno
que oye, lo saluda, lo tienta, en eso un ave rapaz da vuelo rasante, lo toma
como un saludo, un pez allá se merece a ser oído, las voces se asemejan a la de
la cuadra de toriles a que salga el toro a la rueda de sol; como en tendido se
deja acariciar por esas voces, ya está muy cerca, el torno es lo que falta, se
dice: "entraré, de eso no hay ninguna duda”. Empieza por el morral. El veneno
de nahuyaca está en el pomito negro, no lo ve, del ave de oro sólo quedan
huesos, de sus hombros la camisa de fuerza se asoma para dejar ver y denunciar
lo que quiere ocultar, sin más se
atreve, avienta el morral hacia la tierra, no hay nada que decir, a paso lento
la balsa sigue con ese ritmo de las aguas, no corren, están tranquilas; como si
nada salta al agua, el fondo lodoso la recibe, el ave cuelga de su pecho, la
medalla ––lo recuerda–– es del señor. Sin que se haya avistamiento por lo de
ayer, se cuelga del agua, da el salto, eso es por lo de ayer, salto del agua al
agua, se queda así, se dice temerosa: "lo adivinará", se pone el
chaleco salvavidas, tiende la mirada al horizonte y los ve. Se anima a caminar,
después de un subir y un bajar ahí está, son puros hombres a la entrada; dicen
que el señor está de malas. Entra. Ya está frente a él, lo mira a los ojos, se
deja ver a que le crea… “no, así no debe ser”, adivina... Mujer vestida de
hombre no. La mirada de ella se congela antes de saltar por lo que ve, la serpiente
tira el mordisco, El Señor Estatua Piedra dice con sus ojos fulminantes: “te lo
dije, conmigo no es de juegos”. De la mano suave y larga corren dos hilillos de
sangre fresca, la serpiente se escurre otra vez hacia su cueva. La balsa sigue
navegando.
No hay comentarios:
Publicar un comentario