En el centro de China está la provincia de Huan-Sí.
Los vaqueros se confunden entre el arrozal en medio de las aguas que parecen
dar lo que el líquido evapora: sopor de agua y sudor en la frente como perlas.
No, es arroz que irá a servir de comida, bebida y todo lo que falte. Eso es el
sudor de él. Los vaqueros se encomiendan a sus pasos, sus manos arrancan de la
humedad los ramos vegetales cargados de semilla, para ir a ponerlos al sol hasta
que el calor los reviente y poder así recogerlos uno a uno como granos. El
vaquero se asoma a la mies simplemente como el cuidador que se recarga en la
escalera para ver pasar al ruido que lo lleva. Las mangas recogidas, el
pantalón a la rodilla y ver que el agua no les llegue. Como si de orgullo
fuera, se avecinan, no se tocan, no dicen, sólo arrancan y arrancan la semilla
de la tierra. Por ahí, en una jarra ––que se cultiva en árbol–– como la que
usan los vaqueros de mi tierra, hay un
líquido blanco fermentado de arroz que sirve a la sed y a dejar a un lado los
ardores del sol por la piel que lo repele.
Esto es de año con año, la época de la pizca del arroz
en que todos los vaqueros se van y vuelven, una vez alistado el sopor que los
descanse, una vez acabada la nostalgia de todo lo alisado del sol que les cuece
la piel y revienta sus poros en sudor por toda la planicie de la espalda.
Cuando la luz
alargue sus sombras habrán cortado y embalsado la mayoría de la semilla.
La plantación de esta hierba se lleva a cabo en este solaz, por lo del agua
hasta la mitad de la pierna. Es la humedad lo que la hace germinar. Y el miedo
sea por el susto de la cobra que no la lleve entre las manos en medio del
surco. Allá, una mujer, también arranca la semilla, esta vez, con manos
apretadas y el colmo de su ansia como si fueran los hijos que se precisan del
silencio. Pol-Hua es el vaquero de esta vez que se acomoda en la bestia del
agua hasta los pies-sanguijuelas manchados por la sangre que chupan sin que
halla huella.
Llegué a esta comarca apenas ayer. En la casa, los
vaqueros alistaban sus caballos para la carga después del mediodía. Desde mi
llegada, no hubo en ellos ninguna voz de infamia por pasar lo desmedido del sol
a esa hora de la tarde, no que se apaga sino que arde, que sigue ardiendo hasta
bien entrada la noche. Por todo el húmedo arrozal hay peligros en los cantos,
una sanguijuela aquí, la serpiente real allá, y no es miedo lo que Pol-Hua se
dice a sí mismo, ¿miedo? Sólo a la sanguijuela, es más peligrosa que la
serpiente real, quien lo dijera. La culebra es tímida, se está en los arrozales
pasadas la seis en la mañana, después de esa hora, el calor del sol la levanta,
desentume su rosca y se desliza por entre el materío de la semilla, y así,
tímida como es, se alarga sin ruido que amenace y se va, el líquido de sus
colmillos no se ocupa de eso, sólo si hay peligro... y lo sabe, no es para
salvarse, nada más por si acaso, un instante de ilusión del campesino que se le
hincha la picadura, y en eso ella se irá, que en ese instante lo aprovecha para
colarse por entre el agua y las plantas hasta la mitad que no la vean, sólo por
eso, no hay otro afán, ellos lo saben, pero la furia del calcañal entumecido de
tanto dolor, tanto veneno y tanto coraje, hace aflorar el odio de esas cosas, y
ahí sí que no. Entonces, guadaña de un tajo la repele, sin que haya grito como
si de carnero se tratara, así la serpiente acaba. Así es. Luego, después de la
revancha, se irán los campesinos del arroz a ver el sol al otro día, que sin sol
no puede ser que se hagan los favores porque del fruto levantado, la cosecha se
abalanza a ser pasto de todo… que sirve para todo, también a lo demás. Cuando
llegué, el guardián del gobierno vino a ver qué pasaba, “nada”, dijo Pol-Hua.
Salió desde la casa aposento, se habló de todo al comisario y ante la nada que
decía tuvo que sacar un pomo de aguardiente de arroz, que así no pasa ninguna
despedida, todo es aliento de marcar las cosas como si de amigos fuera.
Una sonrisa con manos apretadas y se dijeron adiós,
luego la Gran Marcha
hacia el centro de la tierra, que la
China es tan grande como el mundo, y ellos, todos iguales;
como pareciera insulto, me guardé esa referencia, no fuera la de malas y el
gobierno se viniera. Aquí los vaqueros son de algún caballo que se adhiera como
amigo, no como en la cordillera, aquí no. Aquí no es de ésos. Un caballo se
arrienda, si sirve a más de uno y en
comunidad la solemnidad no asiste, ni siquiera lo del caballo. Se le da de
beber a como igual, como de lo mismo; se levanta del suelo lo caído y sin más
come y come, hasta que el dueño se lo impida, no hay de otra, es sólo así.
Porque el agua es redonda, dondequiera que hay agua la redondez habita y si no
la carne. Así es, del preludio de voces del arrozal se desprenden tonos de voz
que irritan, y consagran al que los ve víscera y cantos que son como los pies
de ellos. Y de la hoz no hay que clamar, se hunde hasta el cartílago que sea
subversivo, qué se le hace; cuando pasen mil años, los mil quinientos van a
estar aquí. De la hoz, sólo eso, corte profundo, de la mata de arroz se cuelgan
sabores de margarita y al son del trueno la melodía avanza y timbra. De la
pizca, la gente se entera de lo que no, como están agachados recogiendo las
ramas con semilla, tienen tiempo de hablar de esto de lo otro y cual más de
aquello que los incita a ser libres de tiempo en tiempo. Lo hacen con
fatalidad. El agua les llega hasta la mitad de las piernas. Es lo más parecido
a las labores de los pescadores de mi tierra. Aquí, no hay cerveza, digo, a
esta hora, lo que hay es un líquido blanco, producto del arroz que quizá
produzca el mismo efecto de la cerveza... a la sed, sólo por eso; estos
vaqueros también caminan entre el agua con lentitud cansada. Contrastando con
el tono de sus voces. Los de mi tierra, reflejan la fatalidad en el tono de su
lengua, éstos en sus movimientos lentos y firmes, como la muerte que ronda sus
espíritus. Así presagian el sentimiento de los sin destino, de los que sólo
tienen al agua como guía y como cómplice. Después, cuando el sol se incline,
vendrá la cerveza de arroz. La distinción es porque los de mi tierra asumen al
licor como pausa a sus quehaceres, mientras les duelen sus ansias y la
fatalidad de sus querencias. Aquí, ellos son, primero a la pizca lo del agua,
después la cerveza para aguantar el sol, aturdirse del silencio de sus tierras.
Allá también, allá es inclusive que aturda la soledad, todo es a solas, éstos
no son solos.
Una como nostalgia me arrecia los sentidos, una como
tristeza me vuela por la cabeza. Me veo en ellos, son mi espejo; como los sin
destino, y sus movimientos parecidos a aquéllos, a los míos, y pronto, como si
fuera borrachera, volverán a reír al influjo de lo agrio de la leche de arroz,
que por ser algo fermentada, también deja pasar desapercibido lo negro de la
carne, lo negro del destino, lo que no se aguanta solo. Y se me viene a la
mente que soy como uno de ellos. Ya estoy con ellos. Ríen y ríen. Las
carcajadas son por lo del licor. A empezado a entumecer lo negro de la noche y
la amargura, a comenzado por ser pronto que pase la noche sin una mueca de
rictus la garganta, y así se van quedando, la lengua se vuelve lenta y
traspiés, ya las palabras son de trapo, y el bufón vestido de felpa lleva entre
sus risas confundidas las palabras. Yo observo. Desde hace rato han dejado de
mirarme. Ya no soy como cuando llegué, quizá destino, quizá esperanza; no,
ahora ya no soy eso, no soy nada de eso ahora, soy como uno de ellos, ya somos
comunes, y si hubo prisa, esa ya no se levanta, estoy confiado y confiando en
que la noche será corta después de lo bebido, como siempre fue, sólo que en la
mañana, cuando me recoja de mi aposento, veré en ellos otra cara de soledad
entumecida y encerrada, los barrotes de su prisión serán el báculo de mis recuerdos
de allá, de mis angustias, dolores, de mis gritos de borracho con una bestial
cruda que sólo se cura con otra más en la mañana… que sean las siete.
Pol-Hua, como si yo fuera el invitado, me presta
aliento. Con suprema bondad, como nunca la vi ni siquiera en mi tierra, se
esfuerza a darme una palmada en la espalda, otra y la risa, sí... es otra cosa,
pienso que tiene que ser así; una risa que espante todo, que después de ella no
quede nada. Pienso en los míos, corrijo, si de risa se tratara no habría desolación
en aquellos campos de vapor de agua y humedad de tanta que no deja secar el
calor que impele de lo descuidado de la calma y el sopor que se ventila. Allá
es la cerveza, aspiro con el pensamiento aquí en plena cara. Lo veo y lo
analizo, es la misma hora de la cerveza, la hora que media entre las tres y las
seis, cuando la desesperación deja salir todo, a uno mismo, como si el telón lo
quitara la cerveza para dejar ser a ése que se lleva adentro. Así estoy, ellos
sólo ríen. Dicen cosas buenas que no comprendo, sólo algunas, pero qué le hace,
habiendo risa lo demás sale sobrando, lo demás no cuenta. Pol-Hua me hace una
seña, lo entiendo, dice que yo hable más, me anima. Con Español perfecto le
digo que estoy pensando, y él en trostimoche al hablar me dice que tengo cara
de tristeza. No, le digo, es sólo que pienso en los de allá. Lo demás me lo
guardo. No puedo decirle avergonzado lo de la soga amasijada en el cuello la
garganta explotando una mentira por allá, y los míos riéndose de él, del que
pende de una viga y la soga fría atravesada en la garganta como una muerte sed
de la cerveza que la arrostra y atosiga y embeleza... fría como la piel, una
vez a cuestas las entrañas del vaquero que ya la lleva, ya está en su cara
atravesada la garganta; muerte fría como el sudor de la botella que escurre y
no cuesta nada...
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