El Vocerío de la ciudad murmuraba
el 24 de diciembre… la fiesta anunciada y esperada. El Centro de la Ciudad sin
rumbo, el frío y el viento en todos lados; abrigos repegados al cuerpo.
En una banca solitaria un hombre
pensativo miraba el transcurrir de la gente, que iba y venía con los paquetes;
una señora parecía árbol con la caja de moños rojos a sus pies, mientras
gritaba algo a un niño de nueve años. El viento ululaba; el ruido me llamó la
atención y miré distraído los cables de alta tensión que rumiaban el paso del
viento. ¡Uf! me dá igual!.
El aburrimiento hizo trizas mis
ganas de mirar.
Recalé en mi cuarto a las seis
adivinadas por el reloj en el que no paraba de brincar el segundero, el sol a
tientas por entre las cerradas y negras nubes; lo imaginé jugando con el
segundero de mi reloj.
Otro hombre caminaba por el medio
del arriate entre el zumbido del viento, las sombras no lo libraban del frío y
del violento aire haciendo remolinos por entre el pequeño bosque de laureles, y
las hojas amenazando ruido para no caer. Se medio tapaba la cara con la solapa
izquierda de la gabardina, la manga dejaba entrever lo enjuto de sus carnes, el
hueso del codo se adivinaba por entre la tela. El viento inmisericorde golpeaba
al hombre que se apuraba en taparse la cara y medio mirar para no caer o chocar
con algún árbol por entre la arboleda.
En mi cuarto traté de encender una vela, el
pabilo caprichoso y arrugado no se dejaba atrapar por la llama humeante del
cerillo, por fin agarró fuego e inundó la estancia, pareció que la luz frágil
aminoró el sonido del viento entrando por entre las rendijas del techo que
también zumbaba, como trayendo estertores de algún lado. Sin más que hacer me
acodé en el quicio de mi ventana con la cara entre las dos palmas de mis manos.
El hombre seguía caminando; había salido a un pequeño parque, en eso voltee y
la vela dejó caer una gota. El cuerpo del hombre amenazaba ser arrebatado por
el viento. La gabardina semejaba alas al viento intentando vencer la gravedad
del enjuto cuerpo. Ahora, con la mano izquierda agarraba con fuerza su sombrero
y con la mano derecha se sostenía la solapa tratando de buscar asilo en la
comisura de su cuello huyendo del frío. El viento sonaba en el techo de mi
cuarto cada vez más fuerte y lúgubre. El hombre se detuvo y las nubes negras se
arremolinaron frente a su cara, pensé que se iba a dejar atrapar por la
oscuridad de las nubes. La noche a punto de caer. El frío me hizo voltear a la
vela en el preciso instante en que dejaba caer la segunda gota, igual que la primera, quedó adherida a la
mitad del tallo perlaceo. Afuera empezaron a caer gruesos copos de nieve, los
niños de la ciudad empezaron a jugar con las armas hechas de bolas de nieve,
retozaban y miraban, ocultos tiraban copos a los transeúntes. En mi cuarto la
luz de la vela se tornó pálida ante el azoro de la inminente caída de la
oscuridad de la noche; la tercera gota quedó congelada a la mitad del camino.
Afuera el hombre avanzaba con lentitud por la nieve que inundaba sus piernas.
Mi angustia hizo acelerar el tiempo. La cuarta gota llegó apenas a la mitad de
la vela, ahora la nieve le llegaba a la cintura. Los niños alelados aventaban
copos a todos lados y reían con fuerza. Fue un instante, en lo que voltee para
mirar los túmulos blancos; en lo que me cubría del frío de afuera que acudió a
mi cuarto y las tejas golpeaban con fuerza; en lo que el cristal de la ventana
se empañó y lo limpié aprisa, el hombre estaba congelado a la mitad del campo
congelado. Logré reconocerlo por el
sombrero que volaba al viento. En ese momento la flama de la vela se detuvo...
otras gotas más... afuera los niños juegan con un muñeco de nieve y el sombrero
vuela lejos a ratos deteniéndose.
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