Los amantes lunares
brindan con las copas adyacentes. Amanecen con Hécuba y le dan la vista de sus
torsos torneados y sus piernas redondas como lastres. Se embelesan en sus dos
cuerpos al sol naciente como si hubieran nacido entrelazados, en un abrazo de
cuerpos para el trance de ser mirados por un dios lúbrico que los embebe de
colores. Los amantes lunares se tienden al mar de plata una vez saciados sus
sentidos… él bebe de ella y ella respira con la ropa de él, yace dormida como
anoche. Con la luna se aprisionan para dar vuelta al candado de los días. Con
el sol se calientan para entrar en otra vez a las horas negras con el telón de
azúcar. Amenazan un arma solitaria como si fuera báculo para empotrar ideas de
cama. Los colores de la luna alumbran a los amantes lunares sin admiración por
ser alumbrados desde afuera por la noche; entume sus sentidos una vez se han
estado juntos para siempre. De los
ojos de ellos salen lanzas de llamas entreabiertas. De sus fauces de lobo se
mezclan la saliva con sus hedores de penumbra. No le sacan a la locura de
éxtasis los amantes lunares, más bien se pierden entre el hilillo de luz dejado
en la luna por el río. Los amantes lunares no aúllan a la luna, gimen a
borbotones como géiseres en brama… después lucen como remansos adoloridos de
señales en pena, con la memoria agotada por la luz, ahora, débil de la luna.
Los amantes lunares se tocan todo el cuerpo, lamen aquí y allá como si el deseo
fuera un homenaje al voyeur divino que los mira… dios está en todas partes, se
dicen a sí mismos los amantes de… por eso no tienen ninguna duda: los mira
cuando él mete su lengua entre su coño y ella le hurga con el dedo enhiesto
como loma. Imaginan a ese dios comulgando con Onán, de quien aprendió a estar
solo; no es para menos, ellos son hijos de la luna y no de este dios cabalgando
entre miedos tartamudos, como si de su suerte dependiera esta vida se acabe a
cada rato. Los amantes lunares no saben en qué terminará todo; así, de todas
maneras se menean para no salir en la foto de quien miente una miseria para
parecer glorioso. Ella tiene treinta y nueve años bien vividos, él cuarenta,
pero aún así, son como un celofán visto a través de luz de luna. No son
imberbes, la luna no hace pactos con niños traviesos, por algo, hoy se aparecen
lunáticos a la hora del escarceo preoperatorio, como las llamadas de campana
para estar de hinojos rezándole para así, todo salga bien, si no, qué caso
tendría, si él no tuviera miedo de su erección y ella no estar a tono con su
falo grado cinco: lo imagina. Los amantes beben ajenjo después de hacerlo para
poder con tanta soledad de luna. Y luego esperar otra vuelta de horas para el
misterio retome sus calores, en el cuerpo de él y de ella y los llame de nuevo
a estar en medio de colores… si acaso por media hora, si no, los diez minutos
que dura una pequeña locura, cuando el ajenjo no ha abandonado del todo el
cuerpo de ellos; porque para se exactos, el licor atormenta sus cuerpos, no se
llevan con la soledad, tampoco con el vino estando acompañados de la luna; así,
ella le tiende una caricia y él le enseña a colorear sus dedos de saliva. No
enternece al potro de adentro si no es por adormecer lo que viene desde fuera,
meten un lienzo entre ellos para dorar esa piel desbocada… Los amantes lunares
son propicios para la noche, en el día, duermen como si fueran niños santos de
altares insepultos, cuajan la respiración con palabras dichas al oído. Un día,
los amantes lunares se van de la cama, la cambian por un esquema de colores, la
cambian por un lío vuelto en pompa, para adormecer a los fantasmas.
No hay comentarios:
Publicar un comentario