Paraíso.

Paraíso Tabasco, México. Playa, pantanos, comida, diversión, pezca...

miércoles, 19 de septiembre de 2012

Amantes...



Los amantes lunares brindan con las copas adyacentes. Amanecen con Hécuba y le dan la vista de sus torsos torneados y sus piernas redondas como lastres. Se embelesan en sus dos cuerpos al sol naciente como si hubieran nacido entrelazados, en un abrazo de cuerpos para el trance de ser mirados por un dios lúbrico que los embebe de colores. Los amantes lunares se tienden al mar de plata una vez saciados sus sentidos… él bebe de ella y ella respira con la ropa de él, yace dormida como anoche. Con la luna se aprisionan para dar vuelta al candado de los días. Con el sol se calientan para entrar en otra vez a las horas negras con el telón de azúcar. Amenazan un arma solitaria como si fuera báculo para empotrar ideas de cama. Los colores de la luna alumbran a los amantes lunares sin admiración por ser alumbrados desde afuera por la noche; entume sus sentidos una vez se han estado juntos para siempre. De los ojos de ellos salen lanzas de llamas entreabiertas. De sus fauces de lobo se mezclan la saliva con sus hedores de penumbra. No le sacan a la locura de éxtasis los amantes lunares, más bien se pierden entre el hilillo de luz dejado en la luna por el río. Los amantes lunares no aúllan a la luna, gimen a borbotones como géiseres en brama… después lucen como remansos adoloridos de señales en pena, con la memoria agotada por la luz, ahora, débil de la luna. Los amantes lunares se tocan todo el cuerpo, lamen aquí y allá como si el deseo fuera un homenaje al voyeur divino que los mira… dios está en todas partes, se dicen a sí mismos los amantes de… por eso no tienen ninguna duda: los mira cuando él mete su lengua entre su coño y ella le hurga con el dedo enhiesto como loma. Imaginan a ese dios comulgando con Onán, de quien aprendió a estar solo; no es para menos, ellos son hijos de la luna y no de este dios cabalgando entre miedos tartamudos, como si de su suerte dependiera esta vida se acabe a cada rato. Los amantes lunares no saben en qué terminará todo; así, de todas maneras se menean para no salir en la foto de quien miente una miseria para parecer glorioso. Ella tiene treinta y nueve años bien vividos, él cuarenta, pero aún así, son como un celofán visto a través de luz de luna. No son imberbes, la luna no hace pactos con niños traviesos, por algo, hoy se aparecen lunáticos a la hora del escarceo preoperatorio, como las llamadas de campana para estar de hinojos rezándole para así, todo salga bien, si no, qué caso tendría, si él no tuviera miedo de su erección y ella no estar a tono con su falo grado cinco: lo imagina. Los amantes beben ajenjo después de hacerlo para poder con tanta soledad de luna. Y luego esperar otra vuelta de horas para el misterio retome sus calores, en el cuerpo de él y de ella y los llame de nuevo a estar en medio de colores… si acaso por media hora, si no, los diez minutos que dura una pequeña locura, cuando el ajenjo no ha abandonado del todo el cuerpo de ellos; porque para se exactos, el licor atormenta sus cuerpos, no se llevan con la soledad, tampoco con el vino estando acompañados de la luna; así, ella le tiende una caricia y él le enseña a colorear sus dedos de saliva. No enternece al potro de adentro si no es por adormecer lo que viene desde fuera, meten un lienzo entre ellos para dorar esa piel desbocada… Los amantes lunares son propicios para la noche, en el día, duermen como si fueran niños santos de altares insepultos, cuajan la respiración con palabras dichas al oído. Un día, los amantes lunares se van de la cama, la cambian por un esquema de colores, la cambian por un lío vuelto en pompa, para adormecer a los fantasmas. 

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