Paraíso.

Paraíso Tabasco, México. Playa, pantanos, comida, diversión, pezca...

miércoles, 10 de octubre de 2012



La muerte es una cruz de palabras insertadas una a una; mirada con mirada el madero entró por los oídos, los ojos, las ansias… hasta volverse miedo…
Ahora entras en el umbral con la cruz en lo alto. Lanzas la mirada, y hasta el fondo, está él en la cruz, a su derecha ella, su madre.
Cruza por tu mente lo que eres, te dices: los has deseado… a ella y a él… esta rutina invade tus pasos para llevarte hasta el cadalso, estos pasos caminados en un sin fin de años y las mismas palabras dichas una a una sin  lograr derrumbar las calcadas en el alma una a una. Ella sigue en su sitio, no logras entenderlo: él es el hijo, ella: la palabra. Él preside, ella vigila; si ella es la… entonces él es el demonio y lanzas a los cuatro puntos de los veedores, contrahechuras de diablos encadenados, entre lo sentido de esta rutina.
Anoche estuvo, como siempre solícita en tu habitación, le miraste las nalgas mientras arreglaba la casulla para hoy. La deseaste, hasta te entró la madrugada y no pudiste evitarlo. Ahora, la ves a ella en retrato al lado de él… Hermosos él y ella; hijos de artistas, los hicieron, no pueden ser de otra manera sino hermosos y bellos, como la luz colada por entre el galerón de piedra en la hendidura de tu nombre. Avanzas mientras once mancebos te siguen en tus pasos para llegar a la estatuilla, preside lo entendido entre ella y tú: estas palabras.
No amaneciste bien del todo… esa sensación de vacío invade tu cerebro, ese no estar, escabulle entre tus ropas blanquísimas, las miradas de ellas cuando ven tus pasos hasta el altar con la mirada tuya perdida entre estos lances de este otro miedo, suena en tu masa encefálica como si fuera una plaza tan grande como el vacío.
Machaconamente se te ha vuelto un desliz, ya no la miras sino a ella sentada frente a él…
Vuelves a recordar tus momentos de… y ahí está ella, machaconamente también, como si fuera un prostíbulo donde se puede hacer de todo: llorar, maromear, brincar, saltar; en fin lo del tiempo de ti y de ella juntos. Vuelves a mirar y recuerdas hoy en la mañana: “no hables mal del rey… ni siquiera lo pienses, porque él de todas maneras escucha”.
Ya no sabes sonreír, la mezcla de… se irá con la oración, luego el suplicio de hostias, al final volver a lo mismo, pero en el otro final, ahí sí te arredra el cuerpo… la vuelves a ver, igual a anoche, está, como siempre: en su sitio… por fin comienzas. Inusitadamente te sientes cuando niño, enderezas la vista y dejas sentirla sobre de ti; al decirlas una a una se enlazan con el final… cuando ella avance por entre la fila, deje pasar a las demás, se quede a lo último, para estar con ella a solas, para poner entre en su lengua, esto… ya es oblea entre manos, para quedarte con el sabor de sus labios entre tus dedos para volverlo a hacer, igual anoche, con ese olor: tanto te anima desde abajo, con esa sensación de haber tocado una vez más su lengua y sus labios…
Entonces la dices en silencio para ti. Como si fuera clavo ardiente en la pared, la tomas entre tus labios y musitas la oración… sólo pensando en ella la repites igual a ayer pero con otro encanto entre manos… por fin, el final se acerca. Ya tienes la hostia entre tus manos, la fila avanza, ella está en su lugar, la pronuncias mientras pones la oblea entre su boca… como siempre: tu dedo ha quedado impregnado de ella, bien que lo cuidaste hasta el final… Entonces, desde tus sienes, se abastecen los vampiros, el vampiro rabioso, el mismo llevas en ti y en tu memoria. Sientes cómo ella siente, tus besos en su cuello, alzado como un caracol a la hora del concierto, sientes su jadeo, sientes sus manos buscando tus nalgas, sientes sus besos, sientes su lengua por toda tu cara, cuando sientes, ha llegado. Avisas al meridiano: Hecho está, luego, como para pasar a otra estación, te vuelves contra ti, te persignas y lanzas a los cuatro vientos tu voz ancestral como esta palabra, dicha sin sentido, al final de la escena del lavatorio.
 

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