Llegaste corriendo
desde la alborada; se oía una canción de antaño, cantada por ti; ella se acercó
y te lo dijo: canta; seguiste cantando y poco a poco se fue diluyendo entre la
penumbra del… esta palabra sobra, en el segundo párrafo diré por qué. Entonces
trasladaste hasta el bar la fiesta, tu fiesta. En ese bar los relojes cambiaban
de mano, no así el tiempo que marcaban, distinto cada uno, porque el sol se
veía declinar entre escombros de nubes derrotadas.
El bar, palabra
cumplida, era un cúmulo de voces; en el párrafo anterior sobraba la palabra
porque, decirla ahí, hubiese escarchado de suertes estas líneas.
Desde sus brazos,
piernas y sexo, nacían fuentes de agua cristalina y salobre; su cuerpo
transparente se confundía con el agua; una silueta se dibujaba, él te miraba.
Mi censor veía la escena, permitía palabra por palabra, de pronto, de entre la
barra del bar, se dejó venir el mesero, entre sus manos traía cervezas a plomo…
frías como el cadalso; las repartió entre los cuatro: yo, tú, él y el relojero.
Dijimos ¡salud!
Desde las esquinas
salían… seguían saliendo los relojes puestos a la hora, todos relojes de pulsera;
él era el relojero, ella, quien danzaba al son de las cristalinas y salobres
aguas… mi censor no estaba ahí, saltaba fuera de esta escena como saltaba el
segundero puesto a la hora en el minuto, pero no en los instantes.
Su sexo, entre líneas
cerradas con su mechón de pelo en la comisura, sobresalía de entre la
transparencia del agua, sus brazos caídos daban marco a las fuentes de agua que
salían, sus piernas ––lozanas y hercúleas––, dejaban ver las aguas escurriendo
hasta el piso, el sol deslumbraba a todos los ojos que veían su silueta,
retratada en esas aguas… la canción seguía sonando y los relojes saliendo de
entre los estantes, el relojero seguía poniéndolos a punto, salvo el segundero
que escapaba a su mano, como la canción: escapaba a las paredes y se iba
sonando por toda la calle, el sol lamía su imagen de agua; entonces, de entre
las soleras del techo, se abismaron hombres sonámbulos: seguían la escena desde
arriba, se iban en el silencio de esa altura.
Él, con la frente en
alto dijo que se valía poner todas las palabras, excepto aquellas parodias de…
palabra insalvable incluso para mi censor. No la pongas, dijo, todos los ojos
se abismarán sobre ella, luego, la silueta de ella pasará a segundo plano.
Como dije, mi censor
no estaba ahí.
Todos a una pedían
relojes para ver a punto a la mujer, ella, bailando entre telones, los teloneros
abrían y cerraban las llaves de agua, para mejor sorber la imagen de su cuerpo.
Los hombres de lo alto estaban al bordo del suicidio, querían ver lo que el
censor… pero él no estaba ahí… pedían porque salieran a la luz las imágenes de
moños negros coronando su sexo, las imágenes de vello saliendo desde su axila,
los bordes de sus labios pedidos entre la comisura de su… entrepaño de nalgas
hechas al aviso de nuevas conclusiones.
Los ciegos cruzaban
la calle sonando sus bordones para espantar a las palomas de la iglesia de
enfrente, pulsaban apoyos a la gente con oftalmólogos diciendo adiós a las
operaciones de pupilas dilatadas por el sopor del alcohol ingerido a esa hora.
La voz de los ciegos, resonaba en toda la planicie, los lagrimales escurrían
ceguera, así como los relojes dejaban ver la hora, pero sin el punto en coincidencia
de los segunderos… ya se sabe: todos los relojes dan la hora con sus manecillas
que van lento, caminando sobre los rieles del tiempo, no así el segundero que
se manda solo para decir la hora, el instante que más le acomode. De pronto, salió desde las aguas que escurrían de sus brazos, sus piernas y su sexo;
llegó hasta mí y me dijo otra cosa al oído… se había hartado del sonido
de las fuentes, quería oír cantos gregorianos desde la cantina; invité a los
otros: él y el relojero, a cantar para ella canciones sombrías, lo hicimos,
entonces se ensimismó, se sustrajo, se amoldó a su propio ovillo, saldó
la cuenta con las aguas y se acogió a la mesa de relojes, cervezas y aguas
escurriendo de las botellas, salidas de la heladera a destiempo de horas
insepultas.
Así, sin imágenes de
sueño de los hombres del techo, fuimos a la salida del sueño por el poniente,
dijimos que no había razón para no saludar a los cumpleañeros de mañana… era la
hora en que salen a merodear los ladrones, era la hora de los censores, era la
hora de los dedos, atizando para detenerse donde el censor indicaba… no había
fuentes a la vista; su cuerpo, transparente como el agua, transparente y salobre,
se fue quedando solo… de entre las transparencias sobresalía el moño negro de su pelo coronando su sexo empotrado en la comisura de sus… el censor hablaba.
Después de esto, te
volviste a dormir, ella y las fuentes y los relojes y los censores y el
relojero ya no estaban… solo estabas tú.
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